Epitafio (poema)

 EPITAFIO

RICARDO MEYER

 

Vestigio insano de letanía callada,
Que sosiega mi pútrido corazón,
Roe cual rata postrera el hilo
Del que pende mi voluntad y oscila en ella
El presagio malfario de lo que no seré.

Esculpido por mi puño, soy mi juez y verdugo.
Incauto que, aunque dubitó, se entregó
A las fauces hambrientas de los carroñeros,
Cuyo credo es Mammon, Baal y Vulcano.

¡Esfinge! Te he confiado los secretos de mi Nuit
Y he callado las verdades que no se contaron,
Abrasando el jardín de hortensias en el luto de mi madre
Que despellejada contempla lo que ella forjó
Corrompido por los daimones y telquines de Anatolia,
Cuyas pinzas me entregan la cicuta.
Un último trago que saboreo con deleite,
Para luego recibir el ósculo de la Muerte.

 

En el gabinete de Thanatos

 EN EL GABINETE DE THANATOS

POR RICARDO MEYER

 

* * *


      Después de caer por el ducto, el aturdimiento por el impacto no tardó en apoderarse de mí, aunque aún conservaba un tenue vestigio de percepción sobre mi entorno. Alrededor, en todas direcciones, flotaban aureolas de humo de tonos grisáceos, acompañadas por un penetrante olor a cal que impregnaba el aire, bañado por un fulgor esmeralda que emanaba de bobinas de luz fluorescente. En medio de esa atmósfera irreal, dos figuras grotescas, sátiros de la pesadilla, se aproximaban a mí con saltos simiescos, una risa indecente esculpida en sus deformes rostros.

     La niebla acreció, cegándome por completo, y cuando mis ojos apenas comenzaban a adaptarse, los horribles sátiros ya estaban frente a mí. Uno de ellos, con una voz sibilante, pronunció el nombre que me congeló la sangre: "THANATOS", susurró, y en ese instante el mundo se desvaneció en la negrura del inconsciente.

     Sumido en la oscuridad, sentí cómo me arrastraban a través de salones espectrales. Ecos de sonidos animalescos —balidos, maullidos, croares— se entremezclaban con el gimoteo coqueto de ninfas invisibles, formando una sinfonía macabra que reverberaba con el olor acre de tónicos desconocidos. Llegamos a un escalón, y uno de los sátiros, con un tono burlón, pronunció "HEKAS HEKAS", seguido de una risa que fue replicada por su compañero. "HEKAS HEKAS" volvió a pronunciar, y con las pocas fuerzas que me quedaban, sumido en un letargo abrumador, respondí: "ESTE BEBELOI". Los sátiros emitieron un balido suave, y comencé a subir el escalón a tientas.

     A lo lejos, balbuceos guturales intentaban formar palabras en un castellano irreconocible, mientras el olor a incienso y tónicos orientales se disolvía, dando paso a una pestilencia nauseabunda de descomposición. Los sátiros me dejaron frente a una puerta, de donde provenían los balbuceos. Dos golpes resonaron en la madera antes de que me abandonaran allí, solo. Sentí entonces los pasos pesados de la criatura al otro lado, acompañados por el "tack tack" de un bastón, y finalmente, la puerta se abrió.

     Allí, ante mí, se erguía una abominación que no era otra cosa que la personificación de mi muerte. Su cuerpo obeso estaba deformado por una columna torcida, dándole una apariencia extrañamente alargada. Su mandíbula desproporcionada albergaba dientes que se desmoronaban, y su lengua púrpura jugueteaba obscenamente con las verrugas de su horrenda faz, cuyas cuencas destilaban un vacío abismal. Puso su bastón sobre mi hombro y su mano deformada sobre el otro, emitiendo una carcajada que, en cualquier otra forma, no habría sido tan grotesca. Me hizo un gesto para que entrara a lo que parecía una oficina, húmeda y sombría, iluminada solo por el reflejo verdoso que emanaba de los pisos inferiores.

     Dentro, un tablero de ajedrez de cristal captó mi atención, evocando recuerdos pueriles de tardes estivales con mi abuelo, cuando escribía mis primeros versos. Sin embargo, el Verrugoso se acercó al tablero, me dirigió una mirada y un par de balbuceos ininteligibles antes de, con la fuerza de un golem enfurecido, romper cada una de las piezas y el tablero mismo, incrustando los fragmentos de cristal en sus manos deterioradas y verdosas. Lanzó el tablero lejos y se aproximó a mí, despojándome de mi gabardina con su bastón de ébano platinado.

     Ya comenzaba a desconcertarme la naturaleza del tiempo en este lugar, una variable que parecía distorsionada en este mundo ominoso. Noté cómo, a pesar de lo vacíos que eran sus ojos, el Verrugoso me miraba con una mezcla de reprobación y piedad, como un padre que contempla el fracaso de su hijo, pero que sigue brindándole apoyo por lo que es. Esa parecía ser una de las muchas relaciones primordiales que se establecen con la Muerte.

     De repente, la puerta se abrió y entraron figuras espectrales, las viudas de nuestros ancestros, quienes traían en sus manos un atuendo negro. Mi anfitrión me tomó bruscamente y me empujó hacia las mujeres, quienes comenzaron a desnudarme con una delicadeza desprovista de malicia. Una de ellas frotó en mis brazos y piernas un ungüento que desprendía un aroma fresco a absenta. Me vistieron con el traje, imbuyéndome de una firmeza y determinación ecuánime, como la de alguien acogido e inmóvil en su féretro. Al observar el traje, noté una pequeña piocha que no era otra cosa que el Símbolo Arcano.

     Miré entonces al Verrugoso, Thanatos encarnado en esta faceta de mi consciencia, y le pregunté: "¿Es que ahora me he convertido en vuestro sicario personal y verdugo, señor?" Él, con un tono sereno y balbuceos ininteligibles, señaló un grueso libro cubierto de polvo en una esquina. Me acerqué al libro, pasé la mano por sobre el polvo que lo cubría y vi el título: “Euangelion Ioudas”. Me quedé contemplando aquella hermosa portada con arabescos y figuras que me recordaban juramentos vanos hechos en la antigua Anatolia. ¿Pero qué es el Tiempo en comparación con la Muerte? En ese momento, el Verrugoso me hizo una señal para que saliera, no sin antes darme una palmada en la espalda, como intentando darme ánimos.

     Al salir, pude vislumbrar con mayor claridad la escena. Bajo una intensa luz verde fluorescente, se extendía un pandemonio de seres de todas las razas y naciones, unidos en una juerga para celebrar lo único que compartían: el aborrecimiento de su propia existencia. Uno de los sátiros se me acercó, realizando una reverencia, y con un gesto humilde me entregó una sica de la Antigua Roma. Jugueteé con ella, observando sus relieves y el reflejo en su filo, para finalmente guardarla bajo mi manga.

     Entonces, recité con aires de príncipe un poema para los tristes en aquel lupanar prodigioso. Las risas de las ninfas eran la lira que animaba mi lengua afilada, y la Muerte me observaba desde lo alto, aplaudiendo y vanagloriándose junto a mí en una gloria compartida. Este era mi momento, y este instante era eterno.

     Desperté sobresaltado en la modesta habitación del hotel donde me hospedaba, en la Pedanía del Agave. A los pies de mi cama yacía una botella de absenta derramada, remanente de tu recuerdo. Contemplé la costa de Andalucía con determinación, mientras visualizaba a aquellos seres miserables que, en aquel lupanar prodigioso, clamaban mi nombre con el respeto y temor reservado a la Muerte. Aun en la vigilia, podía sentir la lengua de mi señor pronunciando el lema que adornaría mi epitafio, como una amenaza para la lealtad. Pero no temía, pues yo había abrazado a la Muerte, y sabía que más allá de ella se encontraba un Sueño único en el que, a veces, en la numinosidad de la consciencia, actuamos, somos y percibimos.


Amon

 AMON

POR RICARDO MEYER


* * *


     El Tiempo galopa al compás del tic tac de su pútrida consciencia, amparado únicamente por esa luz que trato de encontrar. En mis escasos intentos de lograr ver que se haya más allá de la barrera de las esquinas, contacté con el Dr. Schwarz en secreto y mediante una sobredosis de morfina logré vislumbrarme el paseo del Sueño en un abismo ignoto e incognoscible, antaño custodiado por el Culto Chorazos, era un sueño, sin lugar a duda, pero era un paso efímero por el Sueño eterno, que es la Muerte. Entonces, en medio del Abismo oía como eran proferidos los lamentos de A’arab Zaraq, quien enviaba a los cuervos de la dispersión a la mente de los débiles mendigos de la consciencia: “Yh'nak'hu Ia'Y-Azv Yr Nhhgr Iä”

     No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero no tarde en sentir la presencia del Señor de las Puertas Entre Los Mundos, quien no es otro que La Llave y la Puerta, Yog-Sothoth, dios de las tinieblas. Al mostrarle el crucifijo de plata que el Dr. Schwarz me había entregado me permitió elevarme más allá del abismo, bifurcando Venus cerca de las estrellas negras del Aldebarán. Un sinfín de imágenes que evocaban miles de conceptos que a su vez eran miles de palabras se proyectaban en el firmamento de forma lúcida, rememorando así los fragmentos de mi Vida. Dieron las tres y media cuando volví a mi mismo y me encontraba en medio de la gente del pueblo y noté como estos intentaban sujetarme en lo que llegaba la Guardia Civil. No supe nada del Dr. Schwarz, ni de su paradero, pero su teoría sobre la efigie de plata era cierta. La Guardia Civil, quienes ya conocían de mis desordenes, me llevaron a casa mientras yo trataba de asimilar lo que había vivido.

     ¿Fue real? ¿Surqué yo mismo en la libertad de la consciencia el Abismo del Da’at en el Dylath-Leen? ¿Logré entablar dialogo con ‘Umr-At-Tawil y cruzar más allá del umbral de Thoth? La efigie de plata no estaba y en mi habitación encontré un sinfín de manuscritos, unos galimatías que seguramente escribí en trance. Sin embargo, al tratar de recordar a aquel que me había ayudado a lograr esta travesía, al Dr. Hans Schwarz, un fuerte dolor de cabeza venía a mi mente acompañada de un vago recuerdo de sus ojos grises quienes con la mirada fría del teutón me murmuraban como advertencia el lema “Vetus quomodo sanies signeficatur Tacita deficta” y cuando raya el alba aun puedo oír su nombre proferido por los cuervos de la dispersión…AMON.