El Calabozo del Barón Loco
Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exbibeant.
Fragmento VI: Oblivion
El Eterno Retorno
EL ETERNO RETORNO
POR
RICARDO MEYER
“El
que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo”
Gustavo
Adolfo Bécquer.
* * *
Mis días se habían vuelto contra mí, y el mayor horror que sentía era despertar cada mañana y aceptar que estaba vivo. Había contemplado la belleza de la Venus de Hierro, había bebido el elixir de sus pezones de coral; ¿cómo podía ahora conformarme con vivir entre los mortales comunes? ¿Cómo podía haber caminado con el Rey Pelayo para luego compartir mesa con parias y obtusos? ¿Podían mis pies arrastrarse por el asfalto del mismo modo que se contraían al caminar por el desierto florido junto a Reccaredus Magnus? No, nunca más. Como una siniestra alegoría de la caverna de Platón, fui expulsado del Desierto de mis sueños para volver a esta burda realidad en vigilia. Señalo al cielo, ¡les indico a gritos dónde están las espirales! Pero ellos pasan de largo e ignoran la verdad, pues su mundo es en blanco y negro, el mío no; yo veo el mundo en una paleta de colores amarillo.
Intenté aceptar mi realidad, caminar entre todos ustedes, pero cuando el Sol se apagaba, las luces de las estrellas muertas se volvían la lámpara que amparaba mi pútrida consciencia y me hacía volcarme a los versos sagrados del Liber Veneris:
“Te
amo y esa es mi transgresión más noble,
Soy un forastero en tu santo cuerpo,
La conjunción de los cuerpos celestes no es tan majestuosa,
Como el secreto de nuestra pasión, ominosa y prohibida”.
Ese fragmento del Canto XIV describe a la
perfección lo que siento por la diosa, ¿cómo volver a ella? ¿Acaso debía ir a
Cádiz? Me pregunté, ¿podían los Heraldos de la Penitencia tener la respuesta
que necesitaba? Lo dudaba mucho, pues las hadas me susurraban que ellos habían
olvidado el credo y que ahora servían a otros dioses que corrompían la
divinidad de la Magna Mater, reemplazando los bellos pezones de coral blanco
por el pelo de cabra negra mal cogida. Nadie más que yo entendía lo que estaba
pasando, ¡miren al cielo!, se los dije cientos de veces, pero donde ellos veían
nubes, yo veía las groseras y húmedas manchas de vapor que sofocarían a
nuestras hijas en algún futuro si alguien no hacía nada.
Fui al cementerio entonces, con grandes
expectativas. Sabía que el Desierto se hallaba en las profundidades de la
Tierra, pero que solo se podía acceder a él mediante la muerte de la
consciencia, escupiendo la fruta del Edén que nos puso un escalón debajo de los
dioses de Elysia. Treinta y tres noches dormí acurrucado a la lápida de mis
padres, siendo el canto de las aves y el soplo del gélido viento nocturno la
lira que acompañaba los treinta y tres cantos del Liber Veneris.
“Junto
con Nerón y Tántalo nos sumergiremos,
en el fuego del Gehena y de nuestras transgresiones,
por eones, estaremos bañados del esperma de la vida,
de Aquel que corrompió nuestro ministerio”.
Cuando me puse de pie, sentí el peso de la
arena sobre mi cuerpo, ¿estaba en el Desierto ya? Miré a los alrededores, no lo
veía, pero podía sentir el movimiento telúrico de Guhe’tak. Comencé a vagar
lentamente. Las nubes, antaño un recuerdo del mundo que perdí, ahora estaban
serenas y acompañándome en el camino. Caminé por horas sin ver a nadie,
entonando los poemas que escribí en mi amarga infancia. Cuando vi las primeras
flores supe que estaba de vuelta, ¡Apollyon! ¡Xastur! Grité a los cuatro
vientos, entonces vinieron, uno a uno podía sentir los gritos de los dholes
penetrar hondo en mi cabeza, ¡comencé a correr! Pero no podía evitarlos.
Entonces vi el vacío, aquel abismo que a todos nos aguarda más allá del
Chorazos. Sabía que aquel abismo me llevaría de vuelta a Agartha, donde podría
beber de manantiales de aguas cristalinas y la leche de la diosa, estaba
decidido a dejarme caer, pero cuando cerré los ojos, al volver a abrirlos vi a
mi alrededor a la gente de Valladolid, estaba de vuelta en este mundo, me
pedían que no saltara, yo ya no entendía nada, me sentía borracho, lloré con
fuerza porque nuevamente aquel mundo de ensueño se me fue arrebatado. No salté,
desde entonces ellos cuidan de mí. No sé dónde está mi copia del Liber Veneris,
pero me prohibieron leerlo. No nos dejan leer nada acá, ni mucho menos
proclamar los versos que he memorizado. Pese a todo, mantengo la esperanza de
algún día morir realmente, abandonar este mundo y que ya no sea un sueño,
acabar bajo tierra junto a los gusanos y que de este cuerpo carnal no quede
nada más que la eterna devoción que siento por la Magna Mater Venus que nos da
a elegir entre perecer o morir, indicándote que, de alguna forma, todos los
caminos te llevan a besar sus pies y volverte uno de los mil hijos que son
amamantados eternamente por sus pezones de coral.
La confesión
LA CONFESIÓN
POR RICARDO MEYER
* * *
Nunca he ocultado a nadie que simpatizo con lo oculto; solo no suelo mencionarlo porque no es algo de lo que me sienta orgulloso. Sin embargo, hoy he tenido una visión en el láudano y ya no puedo seguir ocultando el crimen que he cometido. Todo esto guarda relación con los sucesos ocurridos el pasado veintitrés de junio, cuando se halló, a las afueras de Valdivia, una cabaña con cuatro mujeres, todas prostitutas de profesión, y cuatro hombres, todos estudiantes de la Universidad Austral de Chile.
Todos los cadáveres fueron encontrados en diferentes ubicaciones de la cabaña, en una postura que daba la impresión de que se hubieran quedado dormidos, cubiertos de una manta de terciopelo color violeta. El hallazgo fue realizado por el perro de un latifundista, quien hizo el llamado a las autoridades. Sin embargo, los medios de comunicación no han revelado toda la verdad de lo ocurrido, y yo tengo más que claro el porqué. La Agencia Nacional de Inteligencia (ANI), por otra parte, ha hecho una exhaustiva labor para opacar el caso y que no se vuelva un escándalo a nivel nacional, como lo fue el caso de Antares de la Luz.
Hoy redacto esto con el objetivo de que la gente sepa cómo realmente fueron las cosas y, posteriormente, me entregaré a las autoridades para que ellas estimen lo que sea conveniente hacer conmigo. Poco me importa, pues mi alma es más libre que nunca y, aun estando entre barrotes, podré visitar a mis compañeros en Las Siete Hermanas.
Mi primer acercamiento con La Sabiduría de las Estrellas fue en la Universidad, mientras cursaba primer año de antropología, carrera que abandoné muy poco antes de la noche del veintitrés de junio. Vi un afiche pegado en un mural de la facultad sobre un conversatorio que sería realizado por el Dr. Jordan Bowen, titulado “Razón y tiempo: el crimen de la consciencia”. El Dr. Jordan Bowen, conocido académico y erudito de la Universidad de Miskatonic, se encontraba realizando una serie de charlas por Sudamérica debido al reciente éxito de un ensayo que, según tengo entendido, escribió tras haber tenido acceso a la copia en latín del infame Necronomicón, albergado en la Universidad, de la cual ahora él era curador. Todo esto eran rumores, evidentemente, rumores de los que yo ya estaba al tanto antes de ver el afiche. Dije que yo tenía interés por lo oculto, y el nombre de Jordan Bowen no era desconocido para mí, mucho menos el Necronomicón. De hecho, la razón por la que entré a estudiar antropología es porque en su momento sentí que era lo que más podía acercarme a esos misterios de lo profano y lo divino que civilizaciones pretéritas a la nuestra habían comprendido y cuyo castigo había sido el olvido y la sepultura de sus tradiciones. Recuerdo con mucho cariño las clases de campo en Monteverde y alrededores, lugar donde se encontraron los restos humanos con mayor antigüedad, convirtiéndose en un hallazgo que ponía en cuestión la teoría de la población americana y muchas hipótesis más sobre el origen de nuestra especie. Estaba decidido a ir al conversatorio, pues me llamaba la atención la figura del Dr. Bowen y, si bien no había leído su ensayo, me atraía mucho la idea de conocer a alguien de su porte.
El día de la charla, el Dr. Bowen fue más que puntual. Era un hombre maduro, de cabellos grises y ojos azulados. A pesar de ser norteamericano, no hubo necesidad de un traductor, pues hablaba un español perfecto, aunque con un acento algo italianizado. La charla comenzó con una breve presentación de una diapositiva en la cual se nos mostraron fragmentos de las Escrituras de Ponapé, que nadie pudo entender del todo. Me sorprendió que un hombre como el Dr. Bowen conociera al escritor y ocultista chileno Miguel Serrano, a quien hizo referencias constantes para tratar de explicar lo que dichas escrituras decían sobre la perdida Lemuria, de la cual, según sus propias palabras, nosotros, los habitantes del Chile Austral, éramos dignos herederos. Decía que, estando tan alejados de la “pútrida modernidad”, manteníamos la esencia espiritual de los superhombres de antaño, que alguna vez los norteamericanos de la costa este tuvieron con los hombres de Hiperbórea, pero que la inmigración y la modernidad corrompieron por completo.
La charla prosiguió explicando diferentes fragmentos del Bhagavad Gita en relación al Kali Yuga y la influencia que ejercía sobre nosotros. Posteriormente, explicó que la desaparición de las civilizaciones que antaño habitaron Lemuria fue porque se volvieron demasiado conscientes, y esto, a ojos del cosmos, era un crimen. A este punto, la charla me parecía un popurrí de un sinfín de tradiciones esotéricas, pero me atraía demasiado. Prosiguió explicando a qué se refería con los hechos ocurridos en el Libro del Génesis de Adán y Eva, diciendo que antes el hombre podía percibir el mundo como un dios, libre en tiempo y espacio, pero que, tras comer del Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal, se nos concedió uso de razón, se nos concedió una consciencia y comenzamos a cuestionar todo, cuando antes no lo cuestionábamos y solo lo sentíamos. Se nos dio la noción del tiempo, del bien y del mal, y comenzamos a sentir una necesidad de darle atributos y significado a cada cosa que existiese en lugar de solo sentir su esencia, que era como lo veían los dioses.
Al salir de la charla me sentí completamente extraño. En parte tenía razón, pero si alguien se comportase en este mundo como alguien “sin razón”, irónicamente, sería tachado de loco, lo cual me hizo entender la frase de “perder la razón” de una forma que no había asimilado antes. El ensayo del Dr. Bowen se titulaba “Transconsciousness for human species beyond Xoth” y estaba a la venta a la salida del auditorio. Me hice con una copia, dispuesto a leerlo para entender más la mente de aquel hombre cuya dicción y conocimiento tanto me habían fascinado.
El libro voló mi mente, con símbolos que nunca antes había visto y que habían sido asimilados de diferentes textos guardados por la Universidad de Miskatonic, tales como las Tablillas de Zanthu o algunos tomos esotéricos de Friedrich Wilhelm von Junzt, junto con algunas referencias a su desconocido ensayo “G’thuu and K’n-yan, occult power places and their functions for the human race”. El libro cerraba con un símbolo diseñado por el Dr. Bowen al que llamó “La configuración de las Siete Hermanas”, el cual estaba conformado por distintos símbolos geométricos y daba la impresión de ser una especie de mapa codificado, cosa que descubriría más tarde por mi cuenta.
Los días que siguieron me dediqué a averiguar más de La Sabiduría de las Estrellas. Noté que fue perseguida y condenada en el siglo XIX, pero que recientemente, con el auge de la libertad de expresión y libertad de culto, el grupo había sido reformado y todas las acusaciones de desaparecidos habían sido desmentidas, acusando a una campaña del terror realizada por autores de ciencia ficción como Howard Phillips Lovecraft o Robert Bloch. Me inscribí para recibir instrucción de la organización por correspondencia y en tres meses recibí por correo mi paquete de Neófito, el cual contenía un pequeño librillo con la práctica diaria que debía realizar por los próximos seis meses, incluyendo la autoiniciación final, y una copia del Necronomicón revisada y editada por el Dr. Enoch Bowen, familiar directo de Jordan Bowen y fundador de la original Sabiduría de las Estrellas.
Los siguientes seis meses pasaron volando. No fallé a ninguno de los ritos astrológicos de la práctica diaria y tenía una rutina de lectura del Necronomicón, y el momento de la autoiniciación había llegado. Logré convencer a otros cuatro compañeros de la Universidad para inscribirse en la orden conmigo, habiendo ellos estado en el conversatorio de Bowen también, y cuando los cinco habíamos ya realizado las tareas iniciales de Neófito, estábamos dispuestos a realizar una autoiniciación grupal al Segundo Grado en una cabaña en las afueras de Valdivia, y ahí es donde comenzó mi pesadilla.
Tuvimos que reunir a cuatro mujeres, y como ninguno conocía a ninguna, tuvieron que ser prostitutas. El Manual del Neófito especificaba que debían tener sangre indígena, pues esto arraigaba sus registros akáshicos con civilizaciones primitivas y serían idóneas para engendrar al hijo de la luna, aquel que se volvería nuestra proyección en Las Siete Hermanas. Le dimos el láudano preparado a las cuatro prostitutas. Johann y Klaus compartieron a una, al ser estos gemelos, y el resto quedó repartido entre nosotros. Nos aseguramos de que la estrella de Xoth se proyectara correctamente por la ventana, tal como lo especificaba el rito, y nos dispusimos a consumir la píldora de Liao. Sin embargo, me acobardé y, al momento del coito interruptus, no consumí la píldora. Me sentí tan cobarde en aquel momento que, para al menos espantar a los sabuesos durante la ascensión de mis compañeros, recitaría ciertas letanías de Yog-Sothoth que había en el Necronomicón de Bowen. Luego de eso, no recuerdo nada, solo colores y olores, como una siniestra sinestesia. Mis compañeros yacían muertos junto a las prostitutas, quienes dormían producto del sexo y el láudano. Al ser yo el único sobreviviente, sabía que sería cómplice de suicidio asistido. No quería dejar cabos sueltos, y las prostitutas despertarían en cualquier momento, por lo que rogué a los Antiguos por alguna solución y no me quedó otra que darles una sobredosis de láudano a todas, teniendo que usar la fuerza en algunas que notaron mis acciones. Cuando todo estaba listo, decidí acomodar los cuerpos en postura ritual, para que las autoridades creyesen que dichas mujeres solo estaban siendo participantes de un rito. Abandoné la cabaña y me dirigí a la ciudad, donde empaqué para ir a esconderme a la capital. En ese entonces, ya había abandonado los estudios y no era sospechoso a ojos de nadie, pero la primera noche de sueño vi a mis compañeros y, desde entonces, ellos han estado conmigo.
Estábamos los cinco juntos. Sus cuerpos eran el epítome de la evolución estelar, podían pasear por el cosmos con total libertad ahora y completamente libres del castigo de Tíndalos. Ellos sintieron que yo sentía envidia y se alejaron. No quería que se alejaran, quería viajar con ellos, pero advirtieron que todo esto había sido parte del plan de La Corte para que ellos sean las estrellas que, en su rumbo, se alineen para el despertar de los Grandes Antiguos. Mientras se alejaban a Las Siete Hermanas, miré con lágrimas la bóveda celeste sabiendo que pude haber sido parte de aquel gran resplandor estelar que evocaba aquella Configuración. Desperté sollozando y, desde entonces, nunca más fui el mismo.
Los días pasaron y los cuerpos se encontraron, dando todo tipo de acusaciones a ciertos grupos neonazis y new age de la zona, pero nada en concreto. Por otra parte, la Policía de Investigaciones realizó una rueda de prensa donde atribuyeron todo esto a excesos universitarios y nada más. Pero bien sabía yo que la Agencia Nacional de Inteligencia estaba al tanto de que yo, como miembro de La Sabiduría de las Estrellas, estaba detrás de todo esto y no quería comprometer a la orden, y mucho menos al maestro Bowen.
Los siguientes meses los pasé en la capital trabajando en un centro de reparaciones de computadoras para ganarme la vida, viviendo en un piso barato y haciéndome con la mayor cantidad de libros esotéricos posibles. Debía haber alguna forma de realizar el ritual de nuevo y estar con mis hermanos. Sin embargo, la lectura prolongada del Necronomicón de Bowen empezó a producir daño en mi mente; lo podía notar porque las caras que veía en la calle no eran humanas, pero con un parpadeo volvían a serlo. Mis sueños se tornaron en pesadillas, donde el Gran Maestro era enjuiciado por los errores de un simple Neófito como yo.
Antes de entregarme a las autoridades, solo quiero decir que tengo total responsabilidad de lo ocurrido y que el Dr. Jordan Eric Bowen en ningún momento me obligó a hacer nada, y que todo fue orquestado por mí mismo y nadie más. Mi salvación en tus manos, Yog-Sothoth, dios de las tinieblas. ¡Iâ Nga Ygg!
Raimundo Oberreuter S. 10 de diciembre de 2020
* * *
El presente texto se ha tomado de la declaración de Raimundo Oberreuter tras entregarse este a la justicia chilena y ser puesto en prisión preventiva. Se ha decidido su divulgación entre los posibles interesados, dadas las singulares circunstancias de su fallecimiento.
La noche anterior a que fuese llamado a juicio, fue encontrado muerto en su celda. El análisis forense identificó una serie de lesiones que parecían insinuar que había sido fulminado por un rayo. Los guardias confirmaron que había habido tormenta poco antes de descubrir su fallecimiento, pero que igualmente era extraño, ya que tan solo podría haber entrado por la ventana de la celda, cuyos cristales se encontraban intactos.
La única evidencia que se pudo conseguir al registrar la celda fue un fragmento de texto plagado de fórmulas e iconos, apuntados de puño y letra por el finado. Entre ellos se destacaba un diagrama identificado como la “Configuración de Las Siete Hermanas”, así como ciertas frases en las que se hacía alusión a diversos dioses. Los más frecuentemente nombrados eran Nyarlathotep, Azathoth y Yog-Sothoth, sumados a menciones marginales a Shub-Niggurath y el Magnum Innominandum. Los especialistas han sugerido una conexión o patrón al compararlo con otros casos de lo que podrían denominarse “cultos terroristas”. El testimonio y el texto que el Sr. Raimundo redactó son, por el momento, una de las pocas evidencias de una presunta trama que, por el momento, debe mantenerse bajo confidencialidad para evitar la incitación a una histeria colectiva. El Dr. Jordan Bowen, profesor de la Universidad Miskatonic, se encuentra bajo vigilancia por parte de la Fundación, aunque se carece de indicios para vincularlo con lo ocurrido. Tampoco es posible probar su presunta vinculación con los altos mandos de la rama moderna de la secta de La Sabiduría de las Estrellas.
Como medida cautelar, se ha enviado una solicitud al gobierno de los Estados Unidos de América, solicitando que se detenga la producción del Necronomicón de Bowen, así como una selección de ciertos libros que figuran junto a él en el catálogo de la Starry Gate Press.
El dilema de Crono y Odín
EL DILEMA DE CRONO Y ODÍN
POR RICARDO MEYER
“El sabio querrá estar siempre con
quien sea mejor que él”.
Platón
* * *
Siempre
he mantenido una relación ambigua con el Tiempo, una mezcla de amor y desdén.
Sin embargo, una verdad inquebrantable se erige: el Tiempo siempre está de mi
lado, incluso cuando parece conspirar en mi contra, pues es en esos momentos
donde se halla el verdadero aprendizaje.
Fueron meses los que permanecí extraviado en el Sueño de Pnakotus, encontrando refugio en la morada de concubinas y rameras que se convirtieron en el objeto de mi devoción. En la Vida, solía estudiar las antiguas tradiciones de la prostitución sagrada y anhelaba, algún día, despertar de ese Sueño para rendir el debido tributo a la diosa Ishtar. Pero el Tiempo me comprometía, y, por ende, debía seguir soñando. Más de una vez me hallé en el Tártaro, donde pude entablar un diálogo franco con Crono. De él aprendí que mis más oscuros demonios, aquellos que en Vida llamaba compañeros y amigos, no eran sino el maquiavélico reflejo del primer sorbo de mi muerte. Crono me advirtió sobre la envidia y cómo esta consumía el Tiempo desde cualquier perspectiva. Observó cómo la envidia cubría mi espalda como un manto, volviéndola vulnerable ante los sicarii. Al desprenderme del manto, rogué por más consejos, pero fui rechazado completamente por el titán. Una sensación de inseguridad invadió mi cuerpo desnudo en aquellos terrenos del Inframundo, y cuando quise volver a usar el manto, lo encontré manchado y viejo, como los estropajos con los que las camareras limpian las mesas de las cantinas.
Al
abandonar el Tártaro, transcurrieron pocos días antes de que mi cuerpo sintiera
los fríos de Dylath-Leen y se empapara con el agua de las tormentas, mientras
la tierra muerta se colaba entre los dedos de mis pies. Aun estando
completamente expuesto, nadie se me acercaba. Me había convertido en un paria
y, de algún modo, había perdido todo valor ante los hijos de las Keres, quienes
no mancharían sus puñales en un pordiosero que poco tiene que ofrecer más que
su cuerpo desnudo.
Cierta
noche lluviosa, mientras intentaba dormir acurrucado con un gato errante, un
pequeño cuervo voló desde el Elíseo, aterrizó y comenzó a beber del agua
acumulada en un pozo dejado por la lluvia. No dejaba de mirarme y yo tampoco a
él, pero bastó un parpadeo para que desapareciera, dirigiéndose hacia las
montañas de las cuales emergiera el arcoíris una vez cesara la tormenta,
encaminándose hacia Asgard. En ese instante, un gran sopor me invadió y supe que,
al despertar, la tormenta habría pasado. Sin embargo, no pude conciliar el
sueño eterno, pues una gran brisa me arrastró hasta la orilla del Vacío y
mi alma y cuerpo desnudo quedaron expuestos al Ojo del Da’at. En ese
momento, intenté no pensar en nada más, solo dejarme ir y caer, pero cuando
solté mi mano de la orilla, un anciano la tomó y, con la fuerza de un gigante,
me llevó a tierra firme. Me sacudió el polvo y me vistió con harapos, luego me
sentó y esperó a que recobrase mis sentidos. No pude evitar preguntarle si
había sido enviado por El Enemigo, pero este respondió que él se encontraba
realizando un peregrinaje más allá de sus tierras, cruzando el arcoíris. Tras
observar al anciano con mayor claridad, noté que le faltaba el ojo izquierdo y
en ese momento comprendí que estaba ante el mismísimo Odín. Él me dijo que me
había visto en Dylath-Leen y había notado que me había despojado del manto de
la envidia. Luego, preguntó: "¿Lo hiciste porque Crono te lo advirtió o
porque entendiste el mensaje? No es lo mismo obedecer al mensajero que al
mensaje. Sé que el Tiempo enseña, pero ¿entendiste el Misterio?". En ese
instante, clavó sus uñas en mi ojo derecho y profirió: "Llevas mucho
tiempo dormido, la realidad te espera al otro lado y yo te observo siempre.
Volveremos a vernos". Arrancó mi ojo derecho y caí al suelo derramando
sangre, para finalmente despertar de golpe en mi cama, con mi gato acicalándose
a mis pies.
Luego
de haber estado sumergido en el sueño de mi antigua raza, la Vida ya no
era igual para mí. Solía encontrar placer en los días de lluvia, pero no
siempre se me permitía ver el arcoíris. Más de una vez, desesperado por un
refugio, intenté regresar al Sueño de Pnakotus, pero me era imposible; solo
veía oscuridad y nada más. Meditaba todos los días sobre el Misterio que Crono
me había revelado y que, según Odín, yo no había comprendido. Simplemente había
obedecido al mensajero, pero no había asimilado el mensaje. Ahora escribo este
texto con la esperanza de que alguien pueda ayudarme, aunque eso implique darle
la espalda y recibir la Muerte. Pues solo en la Muerte habré comprendido el
Misterio que aquellos ancianos intentaron transmitirme cuando aún era un
soñador con anhelos y esperanzas, antes de convertirme en este fantasma que,
Vivo y en Vigilia, camina solo y mirando a la Luna, espera volver a Soñar como
antes.
Limerencia (poema)
LIMERENCIA
RICARDO MEYER
La promesa de la prosa y los versos,
En la que como soñador busqué refugio,
Se volvieron el arma de Crono, verdugo justo y cruel,
Mi limerencia fue condenada a perecer,
Mi razón de ser, dejar de ser por ti,
La guillotiné apagó mis fantasías pueriles,
Y aprendí que los libros son armas de doble filo,
Pues atrapan al mozo y al incauto,
Con caballeros, doncellas y salones de baile,
Mi amarga tónica es haber visto la verdad,
El presagio de mi primera gran caída,
Arremete contra mi dignidad con fiereza,
Y en la tristeza obtenida por haber querido ser feliz,
Maldigo esa realidad de la cual leí y quise sentir,
Como todo hombre, añoraba esa felicidad,
Que quizá solo podía encontrar en un beso,
Efigie de mi condena de la cual ahora soy prisionero,
Que me hace repudiar cada vez que digo que te quiero.
El Griego
EL GRIEGO
POR RICARDO MEYER
«Como una madre consuela a su hijo, así os consolaré yo; y seréis consolados en Jerusalén»
Isaías 66:13
* * *
Siempre he pensado que, si la muerte, antaño una flor benedicta, llegase a tocar la puerta de mi corazón, la recibiría gustoso, pudiendo por fin descansar de este mundo de realidad y poder sumergirme en los placeres que la pulsión de Tánatos me brindase. Sin embargo, siempre ha estado presente ese miedo, aquel terror infundado de que la muerte me llegue de forma que no sea correspondida en un lugar y hora no determinados y que mis sueños se pudran en un purgatorio para aquellos que mal me desearon.
Mi primer contacto con la muerte fue el 31 de diciembre, antes de la noche de Año Nuevo. Los médicos dijeron que fue delirium, pero yo estaba seguro de haberlo visto a él, cubierto totalmente de polvo de yeso, imitando la efigie de un ídolo de Cristo, todas las noches, de cuclillas en el umbral de mi puerta. Fue entonces cuando me acostumbré a su compañía, al extraño y fétido olor que emanaba de su pútrido cuerpo al frotarse contra mis muebles, a aquel polvillo blanco brotar al son de sus insultos, una afrenta total a mi muerte, como si alguien se cagara sobre mi epitafio, puesto aun muerto, mi madre no creía en mí.
Cuando El Griego no estaba en la puerta se me permitía salir de mi habitación y, como buen hijo fallecido, iba a hacerle compañía a mi madre, sus llantos incesantes y horror al verme solo me hacía sentir dolor, lo cual me extrañaba, ¿podía yo muerto sentir dolor? Entre más estaba con ella, más fuerte era el dolor que ambos sentíamos. Mi muerte había sido la partera que cortó el cordón umbilical de mi madre y lo devoró por completo, eliminando así todo rastro de amor.
Por las noches leía mis libros, impulsado por Él, tratando de encontrar en Las Revelaciones sobre La Medusa o incluso en el infame Liber Veneris alguna pasión o consuelo en esta nueva vida que era la muerte, pero no podía, puesto todo eran mentiras y la única verdad era aquel hombre lánguido, cubierto de polvo de yeso, que yacía de cuclillas en el umbral de mi puerta.
Una noche de esas tantas en las que no podía conciliar el sueño, llorando y sofocando a mi almohada, como si de una ramera se tratase, temiendo a una muerte aún más grande, El Griego me susurró al oído:
“Tiempo no te queda asquerosillo de mierda, Él vendrá por ti a menos que hagas lo que siempre has sabido que tienes que hacer”.
En ese momento, la luna, ahora completamente llena, se extendía por el cielo ignoto, mientras cada paso que daba era como un susurro en el oído de mi madre. Me di cuenta en aquel momento, que yo no estaba muerto, que estaba loco y que simplemente era un paria, un hijo no deseado, un retrasado mental.
Cada relato y poema se convertían en una vela en el altar de mi vida, un pecado más por expiar, y llegará un día en que El Griego abandonará mi hogar, que no lo veré más en el umbral de mi puerta y solo quedará una mancha adultera del polvo de yeso que solía frotarse en su piel. Cuando ese día llegue, mi madre ya habrá muerto, yo seguiré vivo, y mi vida solo será un festín de miserias, de burlas de extraños y conocidos, de palabras que dolerán más que cualquier lapidación, pero tendré que resistir la soga, puesto no es fácil aceptar la locura en este mundo, abrazarla como la única realidad, y eso era lo que había hecho yo, puesto, aunque no lo quieran aceptar, en este mundo, todos estamos locos.
Cada día los martirios por mi obsesión se harán más grandes hasta que llegará un punto en que no podré huir más de la soga y será El Griego quien pateará la silla que me haga reencontrarme con mi verdadero Padre en el Inframundo. Sí, sí, cruzaré El Aqueronte y podré ver a mi padre, quien no es otro que Tántalo, a quien haré beber de la vid de mi huerto inmaduro. Algún día, sí, algún día, y aunque puedo verlo mientras escribo esto, sé que no ha llegado aún, y mi madre me está gritando para cenar, ¡ya voy mamá! ¡tan solo estaba redactando mi testamento! Sé que son tonterías, ¿pero alguna vez te interesó lo que yo escribiera?, ¿alguna vez fui otra cosa que no sea una carga, maldita ramera? Algún día lo sabremos. Sí, algún día, pero ahora te toca a ti, maldita hipócrita, quiero que seas tu quien vaya a donde mi padre, con el rabo entre los cachetes y que le digas lo que has hecho de mí. Oraré por tu alma, mamá.
El Zigurat
EL ZIGURAT
POR RICARDO
MEYER
“Sé paciente
y duro, algún día este dolor te será útil”
Ovidio
* * *
¡Por fin! Por fin las veía. Mientras devoraba un bocadillo de frituras, totalmente anonadado… ¡podía contemplar la belleza ofídica de las serpientes en el zoológico! Le había interesado el apareamiento de las serpientes, pero nunca lo había visto. En ese momento, notó que la serpiente, en su sutileza, nunca le dirigía la mirada siquiera, y ahí estaba, durmiendo de una forma que daba la impresión de que estaba completamente muerta, pues la paz que le transmitía era la misma que sentía cuando iba a los cementerios de noche, buscando evadir los problemas de su hogar. “Cuchi, cuchi”, pensaba mientras miraba a la serpiente, pero esta apenas le devolvía el gesto.
Al llegar a su casa, su padre yacía en el
sofá, totalmente dormido y con una botella de Johnnie Walker etiqueta roja a su
lado. Se dirigió sin prisa a su habitación, solo para recordar lo bien que lo
había pasado en el zoológico con las serpientes.
Recostado sobre su cama, miraba la luz del
techo de su habitación, pensando que quizá él era hijo de una serpiente, pero
aún no lo sabía. Ensimismado en sus reflexiones, pensó que quizá debería
replantearse la vida, pero en ese momento solo estaba muy cansado y tenía la
esperanza de que, al conciliar el sueño, pudiera soñar con serpientes.
Al
encontrarse frente al Zigurat, el viento soplaba con mucha vehemencia y apenas
podía ver la luna, pero una mujer a pie de la escalinata, muy hermosa, a decir
verdad, le hizo un gesto sugestivo que hizo humedecer sus recovecos y con ello,
convertir el viento en una tormenta aún peor, de granizo y rocas, pero eso no
lo detuvo. Antes, la hermosa mujer le dijo que cada paso que diera en la
escalera era uno de sus pecados, entre más grande el pecado, más grande el paso
que daría, pero esto no lo desalentó, pese a ver tan altos cielos.
La escalada se le hizo eterna; ya casi
habían pasado siete días, pero seguía subiendo, mientras la lluvia lo dejaba
más y más mojado. Finalmente, en un día indeterminado luego del séptimo, al
llegar a la cima, pudo contemplar cómo la luna, ahora llena y de color verdoso,
lo miraba fijamente con el ojo de lo que él sabía que era una serpiente.
Inmóvil se quedó contemplando aquel espectáculo, cuando los ángeles descarnados
de la noche, celosos de su proeza, de que con tan corta edad haya logrado subir
la escalera al cielo, quitándole valor a sus pecados, lo arrastraron a la cima
del Zigurat, para finalmente hacerlo caer por toda la escalinata de este.
Cuando llegó al piso, solo pudo ver a una hermosa gorgona, dispuesta a besarlo
por el esfuerzo, pero cuando se dispuso a ceder a la pasión, despertó de un
salto en su habitación.
Viendo el gigantesco pozo que había dejado
la gorgona en su cama, pensó en esconder las sábanas para no tener que darle
explicaciones a su padre, pero cuando se disponía a salir de su habitación con
las sábanas entre sus manos, su padre iba completamente enajenado, caminando
entre los pasillos, y al verlo, no dudó en impartirle la lección que creía
necesaria.
"¡Fue la gorgona, papá!" decía,
pero su padre seguía y seguía dándole azotes con el cinturón, mientras él
retrocedía en un intento vano, terminando acorralado en el rincón de la
habitación. Cada azote se volvía más fuerte, pero de pronto, dejó de sentirlos
para recibir el beso de la gorgona, aquel beso que le había sido prometido en
sueños.
Impulsado ahora por la pulsión de su amada
Medusa, dio un salto y de golpe arrebató el cinturón a su padre, dándole una
patada lo suficientemente fuerte para que su obeso cuerpo cayera al suelo.
Mientras sujetaba el cinturón con ira y entre lágrimas, pudo ver cómo las
serpientes de K’nyan habían venido a apoyarle, descendiendo del entretecho
húmedo para posarse a su lado y rodear su cuerpo. Finalmente, se sintió
cobarde, cobarde por completo, pero sabía que redimiría los pecados de su padre
y lo haría ver la Verdad si hacía lo que tenía que hacer. "Entre más
grande el pecado, más cuesta llegar y más dolorosa se vuelve la caída", le
dijo.
Cuando llamó a su psiquiatra para
contarle lo sucedido, su padre ya estaba completamente muerto, deteriorado, con
la piel totalmente lacerada. Aquel que había sido un hombre, ahora era un saco
roto, tan roto como su alma, y con marcas que rememoraban en su mente las
mordidas de una serpiente.
Fue en el psiquiátrico donde conoció a
quien le hizo entender que lo que había hecho fue totalmente válido y que lo
santificaba por completo. Según las Revelaciones, se podía distinguir la
superioridad de las serpientes por las marcas que dejaban, y pese a las marcas
que su padre había dejado en él durante más de diez años, él había demostrado
una superioridad ofídica al acabar con un ser de prole inferior. Ahora, en la
oscuridad del sanatorio, podría sentirse libre, pese al veneno que portaba
dentro. Al igual que las serpientes del zoológico, él se había vuelto una cosa
horrible y detestada por la sociedad, alienado totalmente. Era culpable de
haber hecho lo que cualquier otro habría hecho en su lugar. Ahora yacía en la
oscuridad, sin pecado ni necesidad de sentirse redimido, pues en él yacía el
atesorado fuego y conocimiento. En las noches más oscuras, encendía la llama
negra solo para poder contemplar a las serpientes que lo adoraban y rodeaban
por completo, en un sentir intenso, aferrándolo a su cama de ese bendito
hospital.
El testamento Von Der Maier
EL TESTAMENTO VON DER MAIER
POR RICARDO MEYER
* * *
Mientras vagábamos por el Dylath-Leen con
Aurora, el dolor a Elysia inundaba los recovecos de los canales de agua
cristalina, que a su vez se envolvía en los insondables misterios de
Boeg-Aur-Meej. Aurora sujetaba mi mano con la delicadeza de las damas criollas,
mientras de ella desprendía la lágrima, fruto de su consuelo, que sería
depositada como una ofrenda a los dioses de la penitencia en el Altar de
Boeg-Aur-Meej. Alguna vez tuve una Vida, más ahora el Sueño me había consumido
y en viscosas aureolas del humo de mi pipa podía vislumbrar todo en un paralelo
singular, pero poco tedioso, de lo que era el pasado, presente y futuro, como
una sola cosa, como lo veía ‘Umr-At-Tawil. Cuando el efecto del opio y las
mansas aguas de hachís desaparecen, vuelvo a ser quien dicen ser que soy.
Lo de Reichenbach no había sido sino un
presagio malfario, que vaticina algo que la Orden ha estado advirtiendo a las
gentes desde que llegamos al Nuevo Mundo, pero nuestras palabras habían caído
en bocas que solo sabían callar sin oír.
Vago por las calles de Nueva Baviera y,
por primera vez, siento como los pies se vuelven ligeros y puedo trascender,
pero cuando siento que me elevo a lo que ha sido la cúspide de mis
ensoñaciones, vuelvo a caer y el impacto es tan duro, que solo el opio puede
hacer que esta tetra siniestra de los dioses a la Caverna de Platón me
devolviera a mi preciada Aurora. Entonces decido excederme, pasar noches
enteras en la fumadera y es ahí cuando se me revela el destino de las gentes.
—¿Sientes como todo se ha vuelto realidad
amado mío? — me susurra Aurora con voz cálida, humedeciendo mi ser.
—Aurora, ¿qué es todo esto? — pregunté
anonadado mientras veía a mi alrededor —¿Dónde estamos?
—Estás en la visión de Reichenbach, mi
tesoro, en el Valle del Boeg-Aur-Meej, la ciudad de tus ensueños, ¿no era eso
lo que querías? — respondió con una sonrisa que me inspiraba todo menos
confianza.
Viendo a mi alrededor, me encontraba
tendido en lo que parecía ser un bosque que fue purgado hace evos por los
pecados de las gentes de Samaria y veía como la ralea de mosquitos se paseaban
en lo que alguna vez habían sido las aguas cristalinas de mi niñez. Este no era
mi sueño. Al ver el rostro de Aurora, notaba que no era ella misma, sino algo
diferente, algo marchito y deteriorado.
—Déjame ser tu guía como tantas veces lo
fui en el Nuevo Mundo, pero ahora en este nuevo mundo —
sentenció mientras me miraba coqueta, con una mirada
impregnada de esa Muerte que tanto he anhelado.
La tomé de la mano y ella comenzó a
guiarme, mientras cantaba la canción de cuna de mis primeros días y albores,
mientras recorríamos el Valle Muerto de Boeg-Aur-Meej, cuya esencia podía
percibir cada vez más cerca. Finalmente, llegamos a un lago de agua cristalina,
completamente limpia y pura y Aurora comenzó a desprenderse de sus ropas,
dejando al desnudo su belleza. Con un gesto insinuante me invita a hacer lo
mismo, a lo que yo accedí seducido por sus encantos de Pitonisa, como tantas
veces lo había hecho, y juntos, decidimos darnos un baño en el Pozo de mis
Vanidades.
—¡Mira, amor!, ¡mira! — exclamaba mientras
chapoteaba agua a mi rostro, ahora pálido — ¡mira la realidad!
En ese momento, pude ver el mundo caer en
cada gota de agua que era chapoteada, pude ver a las personas que quise, que
amé y que odié, y vi como todas ellas eran irrelevantes a los ojos de aquel
que no debe ser nombrado. Vi los últimos años de nuestra especie, pero más
me dolió ver mi cadáver sonriente, yaciendo muerto en algún Valle de los tantos
que hay en los santuarios de Pan, aquellos que no habían sido profanados por
los seres inferiores. Pude ver como naciones enteras sucumbían ante la
verdadera realidad de este mundo, que nunca volverían a ver a quien ya partió y
que la peste de Samaria los había cegado por más de dos mil años. Los cimientos
de la civilización se resquebrajaban en el nombre de los Grandes Antiguos y la
esperanza se había vuelto lo más cercano a la fe, puesto todos los credos
habían sido falsos.
—¿Qué hora es? — pregunté a Aurora, que
flotaba en el agua con una belleza singular, mas no obtuve respuesta.
Poco a poco su cuerpo se fue deteriorando
y el agua del pozo comenzó a teñirse del negro color de mi alma, aunque era
corroído por mis Vanidades. Con Aurora completamente desecha en el agua, decidí
ponerme mis ropas y emprender el camino. Ya estaba muerto y no podría volver a
quienes alguna vez amé, así como ellos nunca podrán verme a mí. Tantos años
desperdiciados estudiando teosofía y las ciencias ocultas cuando la Verdad era
más visceral y es que, Toda Verdad, en el fondo, es una Mentira. Mientras caminaba
por el Valle de Boeg-Aur-Meej, lamenté irme del mundo amargo que conocí, aquel
mundo donde intenté cantar los fragmentos de mi memoria en versos que nunca
fueron recitados por aquel niño que siempre fui. Mientras mi alma toda se
resquebrajaba al unísono del crujir triste de las hojas muertas del Valle, el
deseo de luz se hizo tan grande y cuando llegué a El Fin del Camino, por fin,
se me concedió la paz y la transición y en ese momento comprendí que La Llave y
la Puerta me había aceptado, que todo había sido un sueño, pero un sueño del
que no podré despertar jamás, un sueño que se me ha permitido contar a las
plebes, para que entiendan la Verdad del Sueño, la Muerte y la Vida. Cuando
‘Umr-At-Tawil me envolvió en sus fauces, no podía pronunciar palabra alguna, y
por más que intentara resistirme me estaba volviendo Uno con el Todo, y esa era
la única verdad verdadera. Se me concedió una visión final de mi Nueva Baviera,
aquella a la que mis padres habían llegado con esperanzas de cultivar la tierra
y para cosechar algo hermoso, pero que había sido corrompido por La Estrella de
Plata. Una lágrima resbaló por mi mejilla y esa fue la que aceitó las clavijas
de mi féretro, cargado ahora por los hijos de nadie y perdido en algún lugar
donde mi alma se encontrará vagando, vagando por siempre y para siempre
porque no hay fin en los Tiempos, sin haber podido cumplir la misión de
Aquel Anciano que me concedió la Muerte y Descanso en las profundidades de mis
albores, donde renacería eternamente, en un Uróboros descarnado como lo era la
Vida y el demonio mismo, aquel al que había entregado mi alma, aquel que había
sido el paño de lágrimas para mi madre y muchas mujeres que pasaron por acá,
desvaneciendo ahora, sin nombre, para siempre.
No me olvides
NO ME OLVIDES
POR RICARDO MEYER
“La mujer que no hace del hombre su
súbdito, su esclavo, ¿qué digo? , su juguete, y que no le traiciona riendo, es
una loca”.
Leopold von Sacher-Masoch, La Venus
de las Pieles
* * *
Veía a Amaya todos los días en el campus de la Universidad, tan bella y radiante, evocando el soneto IV del Liber Veneris del prolífico Reccaredus Magnus. Ella amaba esa obra, la amábamos, de hecho. Cuando ingresé a la Bécquer, supe que mi vida estaría dedicada a las artes y ahora, casi en el ocaso de las ninfas, ad portas de ser coronado como lo que soy y siempre seré, he aprendido los sacramentos que los otros habitantes nos ocultan.
El sacrificio de Amaya fue inevitable, no escatimé en ello, pero no habría ocurrido de no ser
por la amalgama de sentimientos extraños que se arraigaban en mí. Estuve
presente en la charla que ofreció Leopoldo Teja en el auditorio y conseguí
obtener una copia en Internet del Liber Veneris y de Las Revelaciones del
Emperador Inmortal. El Liber Veneris me pareció una obra barata y mal
traducida, aunque no puedo decir lo mismo de Las Revelaciones del Emperador Inmortal,
cuya obra evocó sentimientos que hicieron que en mí se resquebrajara aquello
que los doctos de lo oculto llaman “quinta-esencia”,
y me di cuenta de la verdadera naturaleza de mi ser. Fue entonces cuando dejé
de asistir a las clases de periodismo para ir a ver a los estudiantes de
Teatro, y ahí conocí a Amaya.
La primera vez
que la vi, estaba recitando los patéticos cantos de Reccaredus Magnus, “¡Alabada Madre Tierra! ¡oscura y selecta!”.
Sin embargo, había algo en su semblante que me hacía percatarme de que era la
mujer más hermosa que hubiera conocido. Al sorprenderla mientras ensayaba, tuvo
un descuido y fue reprendida por la profesora. Después de eso, no pude
resistirme a acercarme y mentir diciendo que me encantaba la forma en que
recitaba los poemas de Reccaredus. Ella, de forma muy coqueta, añadió que me
gustaría más si leyera los del tomo original. En ese momento, recorrimos el
campus conversando sobre diversos temas, y yo le hablé del Emperador Inmortal,
a lo que ella argumentó que era un mito, una farsa, psicología barata para
ansiosos y deprimidos. Fue entonces cuando un rayo de sol se posó sobre sus
cabellos rubios y ondulados, y pude contemplar por primera vez El Desierto.
De arena blanquecina y con flores de un azul turquesa que susurraban “nomeolvides”, El Desierto Florido se extendía hacia mí en una noche estrellada. Sin embargo, cuando me dispuse a mirar la Luna, volví a mí mismo solo para encontrarme con la encantadora mirada de Amaya. Me sentía muy nervioso, sudando, así que me despedí argumentando que debía resolver algunos asuntos familiares, aunque era una mentira porque no tengo familia.
Regresé a mi piso
y el sueño me embriagó; al recibir el beso de Hipnos, pude contemplar una vez
más el Desierto Exterior. Las arenas blanquecinas eran puras y las flores
susurraban la dirección que debía seguir. Mientras caminaba, la luz de la luna
golpeaba fuertemente mi nuca y al verla, pude admirar el rostro de la mujer más
hermosa y perfecta, Amaya, a quien los ángeles llaman así.
Así, solo
contemplando la Luna y no el desierto, me dejé llevar y caminé, contemplando a
mi diosa y amante, Amaya.
Me encontraba
sumido en un éxtasis de relajación cuando de pronto di un paso en falso y caí
en lo que parecía ser una especie de mausoleo de mármol. El impacto fue muy
fuerte, casi se sintió real, aunque sabía que estaba soñando. Salté del techo
del mausoleo y pude ver que en las puertas abiertas para mí rezaba escrito
“RECCAREDVS ANATOLIVS MAGNVS”.
Al entrar, la
pestilencia y el olor a muerte embriagaban el lugar, pero no sentía miedo, pues
de alguna forma creía que, si hablaba con el poeta renacentista Reccaredus,
podría descubrir cómo tocar el alma de Amaya con mis labios. Fue entonces
cuando noté una trampilla, y al levantarla emergió de ella un gusano pálido,
con fauces purpúreas. Era pequeño pero corpulento, y se dirigió rápidamente
hacia el exterior, hacia el Desierto, moviéndose con una rapidez increíble
Descendí las
escaleras, impregnadas de incienso de mirra, hacia una luz tenue que poco a
poco se hacía visible. Fue entonces cuando lo vi: de espaldas, con innumerables
cicatrices en su cuerpo y una larga cabellera, solo cubierto por un taparrabos,
se volteó revelando una máscara carmesí con cuencas oscuras. Con una risa
sádica que me heló la piel, tomó una vela y la llevó frente a su máscara,
mostrando unas cuencas completamente vacías.
—¿Quién eres?
—pregunté temeroso.
—¡Soy el gran
poeta y Sumo Sacerdote de Kybele y Artemisa de Éfeso! ¡El Gran Reccaredus
Anatolius Magnus! ¡Proscrito digno de los Heraldos de la Penitencia y de su inmortal majestad! —gritó con voz
aguda.
Hubo un silencio.
Yo estaba aterrado, intenté despertar cerrando los ojos, pero no pude.
Reccaredus se sentó y susurró con voz grave:
—¿Qué te trae a
mi cripta en los desiertos de Anatolia? ¿O proscrito enamorado?
En ese momento,
me di cuenta de que estaba leyendo mis pensamientos, o quizá era evidente que
no dejaba de mirar la luz de la luna que se colaba por la trampilla,
recordándome a Amaya. Reccaredus se acercó, tomó mi mano, la suya estaba llena
de cicatrices al igual que su cuerpo, y conversamos. Me enseñó el evangelio del
dolor, mostrándome que el dolor dignifica y fortalece, y recitó poemas durante
lo que para mí fue una eternidad llena de belleza. Por primera vez, oí los
auténticos poemas del Liber Veneris de boca de su autor, aquellos que tanto le
encantaban a Amaya.
Finalmente,
Reccaredus me ordenó marcharme, pero antes añadió:
—Antes de partir,
debes hacer una ofrenda de dolor. No se puede obtener nada de su inmortal majestad sin realizar una
ofrenda a Venus.
Me ofreció una de
las flores azules que abundaban en su tumba. Supe de inmediato qué hacer:
frente a nosotros, había un busto gigante cubierto de coral precioso. Clavé la
flor en mi mano, provocando un sangrado, y restregué la mano por los corales
del busto de la bella Venus que ahí yacía.
—Vete en paz —me
dijo Reccaredus, apagando la luz.
Todo comenzó a
derrumbarse al son de la risa malévola del poeta. Corrí frenéticamente hacia la
salida. Cuando llegué al desierto y me volví, pensando que todo estaría
destruido, las puertas del mausoleo estaban cerradas y un gusano gigantesco
custodiaba la entrada, sus fauces resonaban como truenos en mis oídos.
Corrí aterrado
mientras el gusano emergió de la arena y me persiguió. Recordé el Canto XIII
del Liber Veneris: “Los gusanos mendigos
no son de temer, pues Rey hay uno solo e inmortal es él”.
Cerré los ojos,
vi la Luna, vi el rostro de Amaya y finalmente desperté en mi habitación,
completamente sudado. Al mirar mi mano, encontré un polvillo blanco similar al
del Desierto.
Después de todo
lo vivido con el poeta Reccaredus Magnus, supe inmediatamente qué haría al día
siguiente
Fui a la
Universidad con un ramo de flores “nomeolvides”, listo para dirigirme al aula
de Teatro, y allí estaba Amaya. Sin embargo, lo que vi no me gustó. Estaba con
un chico, uno que recordaba haber visto con Leopoldo Teja. En ese momento,
recordé las cuencas vacías del poeta loco, susurrando en mis oídos:
“Y el otro pecado del mundo fue
tratar de seducirme. Me ofreció un oro que brillaba como el ojo de Ra. Me
otorgó un lapislázuli azul como las aguas del Nilo. Yo me abstuve de tomarlo.
En mi cólera, encaminé al mundo hacia las entrañas de Ammit, hacia las
tinieblas inefables de la Amduat. Era un destino augurado, un destino
predeterminado e inevitable”.
“No hay mayor trampa que la vanidad”
En ese momento,
todo cobró sentido. Él seguramente era un artista, un pintor vanidoso. No pude
soportarlo más. Saber que su vanidad había atrapado a Amaya me hizo desear
quitarle la dicha de respirar. Me abalancé corriendo hacia él y comencé a
asfixiarlo, deteniéndome solo cuando escuché a mi Amaya llorar. Lloraba, todos
la veían llorar. “Flores, Amaya”, “Flores”, “Las envía Reccaredus”, dije. “Yo
te amo, Amaya”. Todos a mi alrededor me miraban, viendo las flores
completamente marchitas por los golpes. Nadie, excepto yo, entendía lo que
estaba pasando.
Desde ese día,
nada fue igual. Me recluyeron en un hospital psiquiátrico, pero al menos me
consuelo cada noche yendo al Desierto Exterior después de contemplar la Luna,
que no es otra que Nyx y a la vez, mi amada Amaya. Algún día, el mausoleo de
Reccaredus Anatolius Magnus dejará de estar custodiado y estará abierto. Cuando
ese momento llegue, realizaré una ofrenda tan grande por mi amante que me
volveré un proscrito digno de su amor. No me olvidará nunca más y no mirará a
nadie cuando esté conmigo.
El polímata
Canto VIII, Liber Veneris
* * *
No nací, porque no puedo medir el tiempo, y la fecha de muerte atribuida a mi Vida es lo que los que sí pueden percibirlo le otorgaron, pues mi gente es infinita, sin un comienzo ni final, mas aprendí a disimular, estudié sus creencias, comportamiento y cuando me resultaron inútiles, le di fin al yugo carnal que me fue impuesto en Tíndalos.
Luego de que el Emperador me castigara por mis fallas, fui enviado a este lugar, sin más opción que resignarme a convivir entre los humanos. Noté que muchos de ellos no comprendían el misterio de las estrellas, pero yo sí, noté que no comprendían el misterio de la Vida y la Muerte, pero yo sí, sin embargo, fue estando en Anatolia cuando me fue revelada mi verdadera naturaleza como yithiano, porque toda esa vida la viví creyendo que mi nombre era Reccaredus Anatolius Magnus, pero la Muerte me liberó y he vuelto con los míos, por siempre y para siempre, porque no hay fin en los Tiempos. En Anatolia pude contemplar el mensaje de Venus y sus tierras, pude contemplar la belleza del coral y de lo ctónico. Sin embargo, cuando volví a Múnich y comencé a escribir mi Liber Veneris, recordé el Misterio de la Vida, sabía que, si me encontraban algún día y mi cuerpo era quemado en la hoguera como Galileo o Giordano, no podría regresar con todas mis facultades a Las Tierras del Sueño. He vivido una vida cuyos registros son meramente manoseados por gentes supersticiosas, ya que, la verdad, carezco de relevancia alguna para los de mi raza. Incluso aquí, en La Biblioteca de Pnakotus, apenas se hace mención alguna a mi obra. Sin embargo, aun puedo ver aquel momento en que la escribí, privado de suerte y en ayuno de alabanzas; y, a la vez, puedo ver como la soga me cortó la respiración para finalmente retornar a lo que Reccaredus Magnus buscó incorrectamente, a aquel que El Exiliado de Tíndalos conoce como Ab-T'bohugha, retonando a ser Uno y Todo con el Cosmos y cumpliendo mi sentencia en un mundo donde. ¡Piadosos los dioses que, queriendo darles una segunda oportunidad, tomaron a un niño y lo llevaron de vuelta al Edén, les enseñaron los Misterios de la Vida y, al regresarlo, lo martirizaron vilmente! Pues, en vida como Reccaredus Magnus, vi cómo se cometían atrocidades, por parte de los Reyes y Sacerdotes, a todo aquel que rechazaba la fe del hijo de aquel que no debe ser nombrado, como sabía que harían conmigo si descubrían que escribí el Liber Veneris, en adoración a la hermosa Magna Mater y a sus misterios. El libro fue llevado al Nuevo Mundo, a los rincones más oscuros de la tierra, donde germinó, prosperó y se enseñó en secreto, para el que tenga oídos para oír y voz para callar, para aquellos que anhelaban el Amor que, en palabras del único humano que, sin ser de los nuestros, entendía el Amor, aquel maestro nacido en Vinci, Italia: te convierten en tu propio Bodhisattva.