El Duende

 EL DUENDE

POR RICARDO MEYER

 

“El conocimiento puede ser un veneno más peligroso que la ignorancia”.

Thomas Ligotti

 

* * *

 

     Recién llegado, bajé del autobús y pude ver como los niños se dirigían alegres a la escuela. En eso, el pequeño duende negro se detuvo a contemplarme, con su tez oscura y su mirada penetrante, sus labios, aunque sellados por La Verdad, no impedía que esta resonara en mi cabeza con firmeza: “MIENTES”, decía mientras se mantenía de pie, firme, sujetando su mochila. Decidí evadirlo y seguí mi camino, y el siguió el suyo a la escuela. En mi bolsón llevaba Las Revelaciones del Emperador Inmortal, autografiadas por Leopoldo Teja, edición de la Universidad Privada Gustavo Adolfo Bécquer de Madrid. Cuando llegué a la Biblioteca, el anciano curador se acercó riendo, feliz de que le trajera más libros. En ese momento, él me dijo con un tono que advertía todo desde un principio: “Tienes libros, pero yo tengo uno mucho mejor”. Yo ya sabía a lo que se refería, pues había visto los fluidos bermejos en la entrada de la Biblioteca. Le dije que, pese a todo, le regalaba Las Revelaciones si tan solo me permitía copiar una página del libro que él tenía, evadiendo así tener que pagar la cuota de dinero extra por el libro. El anciano accedió y yo procedí a abrir el libro en cuestión y una vez en la susodicha página procedí a recitar el conjuro. El anciano me miró con cara de diablillo, mientras reía y hacía muecas con el rostro, decía que, pese a todo, no podría evadir La Verdad. En ese momento comenzó a materializarse a nuestro alrededor aquel que comenzó, con una lentitud que me conmocionó, a absorber la sangre del anciano, quien mientras se convertía en un saco de piel no paraba de repetir “MENTIROSO, MENTIROSO, MENTIROSO, MENTIROSO”. Del anciano casi ya no quedaba nada más que un saco de huesos rotos y cuero sin curtir, pero no paraba de reír, tomé su libro y lo metí al bolsón, huyendo rápido de La Biblioteca.

     Sentado en una banca, temblando y fumando un cigarrillo, se sentó a mi lado el duende negro, quien venía recién saliendo de clases. Me enseñó entonces que la mentira traía consecuencias y me propuso un trato: Un libro a cambio de una vida longeva con La Verdad. Entre sollozos, ansioso de tal bello enigma que era La Verdad para mí, estaba dispuesto a regalar el libro de mi bolsón, aquel que había costado la vida misma del Bibliotecario. Sin embargo, el duende negro me dijo: “El Libro será tuyo, ese no te pertenece, puesto lo has robado. Cuando llegue el momento tendrás El Libro y cuando ese momento llegue se te volverá a conceder la audiencia”. Dio un brinco para bajar de la banca y siguió su camino. En ese momento supe exactamente qué hacer, dejé el bolsón con el libro del anciano en la banca y procedí a la estación de autobuses más cercana. Tomé un trolebús que me llevara a cualquier parte, donde sea que pudiera rehacer mi vida, y escribir un libro que sea mío y que me permita contemplar La Verdad. Cuando el autobús partió noté que no había pasajeros y al mirar por la ventana pude ver como el duende negro, quien no era más que el niño de mis pesadillas, se despedía con mirada cortes y gentil, sabiendo que cumpliría la promesa en esta realidad heterodoxa y que algún día aceptaría lo que realmente soy: UNA MENTIRA, y esa era la única Verdad.

No me olvides

 NO ME OLVIDES

POR RICARDO MEYER

 

“La mujer que no hace del hombre su súbdito, su esclavo, ¿qué digo? , su juguete, y que no le traiciona riendo, es una loca”.

Leopold von Sacher-Masoch, La Venus de las Pieles


 * * *


     Veía a Amaya todos los días en el campus de la Universidad, tan bella y radiante, evocando el soneto IV del Liber Veneris del prolífico Reccaredus Magnus. Ella amaba esa obra, la amábamos, de hecho. Cuando ingresé a la Bécquer, supe que mi vida estaría dedicada a las artes y ahora, casi en el ocaso de las ninfas, ad portas de ser coronado como lo que soy y siempre seré, he aprendido los sacramentos que los otros habitantes nos ocultan.

     El sacrificio de Amaya fue inevitable, no escatimé en ello, pero no habría ocurrido de no ser por la amalgama de sentimientos extraños que se arraigaban en mí. Estuve presente en la charla que ofreció Leopoldo Teja en el auditorio y conseguí obtener una copia en Internet del Liber Veneris y de Las Revelaciones del Emperador Inmortal. El Liber Veneris me pareció una obra barata y mal traducida, aunque no puedo decir lo mismo de Las Revelaciones del Emperador Inmortal, cuya obra evocó sentimientos que hicieron que en mí se resquebrajara aquello que los doctos de lo oculto llaman “quinta-esencia”, y me di cuenta de la verdadera naturaleza de mi ser. Fue entonces cuando dejé de asistir a las clases de periodismo para ir a ver a los estudiantes de Teatro, y ahí conocí a Amaya.

     La primera vez que la vi, estaba recitando los patéticos cantos de Reccaredus Magnus, “¡Alabada Madre Tierra! ¡oscura y selecta!”. Sin embargo, había algo en su semblante que me hacía percatarme de que era la mujer más hermosa que hubiera conocido. Al sorprenderla mientras ensayaba, tuvo un descuido y fue reprendida por la profesora. Después de eso, no pude resistirme a acercarme y mentir diciendo que me encantaba la forma en que recitaba los poemas de Reccaredus. Ella, de forma muy coqueta, añadió que me gustaría más si leyera los del tomo original. En ese momento, recorrimos el campus conversando sobre diversos temas, y yo le hablé del Emperador Inmortal, a lo que ella argumentó que era un mito, una farsa, psicología barata para ansiosos y deprimidos. Fue entonces cuando un rayo de sol se posó sobre sus cabellos rubios y ondulados, y pude contemplar por primera vez El Desierto.

     De arena blanquecina y con flores de un azul turquesa que susurraban “nomeolvides”, El Desierto Florido se extendía hacia mí en una noche estrellada. Sin embargo, cuando me dispuse a mirar la Luna, volví a mí mismo solo para encontrarme con la encantadora mirada de Amaya. Me sentía muy nervioso, sudando, así que me despedí argumentando que debía resolver algunos asuntos familiares, aunque era una mentira porque no tengo familia.

     Regresé a mi piso y el sueño me embriagó; al recibir el beso de Hipnos, pude contemplar una vez más el Desierto Exterior. Las arenas blanquecinas eran puras y las flores susurraban la dirección que debía seguir. Mientras caminaba, la luz de la luna golpeaba fuertemente mi nuca y al verla, pude admirar el rostro de la mujer más hermosa y perfecta, Amaya, a quien los ángeles llaman así.

      Así, solo contemplando la Luna y no el desierto, me dejé llevar y caminé, contemplando a mi diosa y amante, Amaya.

     Me encontraba sumido en un éxtasis de relajación cuando de pronto di un paso en falso y caí en lo que parecía ser una especie de mausoleo de mármol. El impacto fue muy fuerte, casi se sintió real, aunque sabía que estaba soñando. Salté del techo del mausoleo y pude ver que en las puertas abiertas para mí rezaba escrito “RECCAREDVS ANATOLIVS MAGNVS”.

     Al entrar, la pestilencia y el olor a muerte embriagaban el lugar, pero no sentía miedo, pues de alguna forma creía que, si hablaba con el poeta renacentista Reccaredus, podría descubrir cómo tocar el alma de Amaya con mis labios. Fue entonces cuando noté una trampilla, y al levantarla emergió de ella un gusano pálido, con fauces purpúreas. Era pequeño pero corpulento, y se dirigió rápidamente hacia el exterior, hacia el Desierto, moviéndose con una rapidez increíble

     Descendí las escaleras, impregnadas de incienso de mirra, hacia una luz tenue que poco a poco se hacía visible. Fue entonces cuando lo vi: de espaldas, con innumerables cicatrices en su cuerpo y una larga cabellera, solo cubierto por un taparrabos, se volteó revelando una máscara carmesí con cuencas oscuras. Con una risa sádica que me heló la piel, tomó una vela y la llevó frente a su máscara, mostrando unas cuencas completamente vacías.

     —¿Quién eres? —pregunté temeroso.

     —¡Soy el gran poeta y Sumo Sacerdote de Kybele y Artemisa de Éfeso! ¡El Gran Reccaredus Anatolius Magnus! ¡Proscrito digno de los Heraldos de la Penitencia y de su inmortal majestad! —gritó con voz aguda.

     Hubo un silencio. Yo estaba aterrado, intenté despertar cerrando los ojos, pero no pude. Reccaredus se sentó y susurró con voz grave:

     —¿Qué te trae a mi cripta en los desiertos de Anatolia? ¿O proscrito enamorado?

     En ese momento, me di cuenta de que estaba leyendo mis pensamientos, o quizá era evidente que no dejaba de mirar la luz de la luna que se colaba por la trampilla, recordándome a Amaya. Reccaredus se acercó, tomó mi mano, la suya estaba llena de cicatrices al igual que su cuerpo, y conversamos. Me enseñó el evangelio del dolor, mostrándome que el dolor dignifica y fortalece, y recitó poemas durante lo que para mí fue una eternidad llena de belleza. Por primera vez, oí los auténticos poemas del Liber Veneris de boca de su autor, aquellos que tanto le encantaban a Amaya.

     Finalmente, Reccaredus me ordenó marcharme, pero antes añadió:

     —Antes de partir, debes hacer una ofrenda de dolor. No se puede obtener nada de su inmortal majestad sin realizar una ofrenda a Venus.

     Me ofreció una de las flores azules que abundaban en su tumba. Supe de inmediato qué hacer: frente a nosotros, había un busto gigante cubierto de coral precioso. Clavé la flor en mi mano, provocando un sangrado, y restregué la mano por los corales del busto de la bella Venus que ahí yacía.

     —Vete en paz —me dijo Reccaredus, apagando la luz.

     Todo comenzó a derrumbarse al son de la risa malévola del poeta. Corrí frenéticamente hacia la salida. Cuando llegué al desierto y me volví, pensando que todo estaría destruido, las puertas del mausoleo estaban cerradas y un gusano gigantesco custodiaba la entrada, sus fauces resonaban como truenos en mis oídos.

     Corrí aterrado mientras el gusano emergió de la arena y me persiguió. Recordé el Canto XIII del Liber Veneris: “Los gusanos mendigos no son de temer, pues Rey hay uno solo e inmortal es él”.

     Cerré los ojos, vi la Luna, vi el rostro de Amaya y finalmente desperté en mi habitación, completamente sudado. Al mirar mi mano, encontré un polvillo blanco similar al del Desierto.

     Después de todo lo vivido con el poeta Reccaredus Magnus, supe inmediatamente qué haría al día siguiente

     Fui a la Universidad con un ramo de flores “nomeolvides”, listo para dirigirme al aula de Teatro, y allí estaba Amaya. Sin embargo, lo que vi no me gustó. Estaba con un chico, uno que recordaba haber visto con Leopoldo Teja. En ese momento, recordé las cuencas vacías del poeta loco, susurrando en mis oídos:

“Y el otro pecado del mundo fue tratar de seducirme. Me ofreció un oro que brillaba como el ojo de Ra. Me otorgó un lapislázuli azul como las aguas del Nilo. Yo me abstuve de tomarlo. En mi cólera, encaminé al mundo hacia las entrañas de Ammit, hacia las tinieblas inefables de la Amduat. Era un destino augurado, un destino predeterminado e inevitable”.

“No hay mayor trampa que la vanidad”

    En ese momento, todo cobró sentido. Él seguramente era un artista, un pintor vanidoso. No pude soportarlo más. Saber que su vanidad había atrapado a Amaya me hizo desear quitarle la dicha de respirar. Me abalancé corriendo hacia él y comencé a asfixiarlo, deteniéndome solo cuando escuché a mi Amaya llorar. Lloraba, todos la veían llorar. “Flores, Amaya”, “Flores”, “Las envía Reccaredus”, dije. “Yo te amo, Amaya”. Todos a mi alrededor me miraban, viendo las flores completamente marchitas por los golpes. Nadie, excepto yo, entendía lo que estaba pasando.

     Desde ese día, nada fue igual. Me recluyeron en un hospital psiquiátrico, pero al menos me consuelo cada noche yendo al Desierto Exterior después de contemplar la Luna, que no es otra que Nyx y a la vez, mi amada Amaya. Algún día, el mausoleo de Reccaredus Anatolius Magnus dejará de estar custodiado y estará abierto. Cuando ese momento llegue, realizaré una ofrenda tan grande por mi amante que me volveré un proscrito digno de su amor. No me olvidará nunca más y no mirará a nadie cuando esté conmigo.

La desaparición de Eric Krause

     LA DESAPARICIÓN DE ERIC KRAUSE

POR RICARDO MEYER


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     Reunidos en una mansión en las tierras de Niebla, se hallaban José Ramón Krause, actual Gran Maestro de la Orden y Proceso de la Estrella Plateada, Felipe Alvarado, un antropólogo de la Universidad Austral de Chile y escritor frustrado, y Catalina Krause, la hermana del desaparecido Eric Krause. No se habían congregado allí para buscar a Eric, sino para deliberar sobre el destino del legado que dejó tras su misteriosa desaparición el 31 de diciembre de 2023.

     En la sombría atmósfera de la casa, resonaban los ecos de secretos oscuros y peligrosos. Eric, con su desaparición, había dejado un rastro de revelaciones comprometedoras en su laptop, vinculando a la Orden y Proceso de la Estrella Plateada con El Culto de Mordred y con ciertos actos terroristas en Londres. Además, Felipe Alvarado sostenía en sus manos una copia de un libro inédito de Eric, titulado "Fragmentos", que este último le había obsequiado en la Universidad Austral. Catalina, por su parte, se preocupaba profundamente por su hermano desaparecido, cuya influencia había moldeado su amor por la lectura y la había guiado en su vida.

     En medio de esta reunión cargada de tensiones, Felipe Alvarado reveló su intención de publicar "Los Fragmentos de Eric Krause" como un tributo póstumo. Esta propuesta resonó en el corazón de Catalina, quien reconoció en ella un homenaje digno a la memoria de su hermano, a pesar de las complicaciones que involucraba.

      La velada transcurrió entre copas y conversaciones, hasta que finalmente, se acordó otorgar a Felipe el permiso para establecer la editorial "Estirpe del Sur" y publicar los escritos inéditos de Eric Krause. Sin embargo, José Ramón, manipulador y consciente de su propia culpa, advirtió sobre las implicaciones de revelar los secretos de la Orden y Proceso de la Estrella Plateada, insinuando que la reputación de Eric también se vería empañada por su supuesta afiliación.

     En ese momento, la puerta se abrió de par en par, dejando entrar una densa niebla y revelando la figura de un hombre vestido de manera informal, con un cigarrillo entre los labios y un anillo de plata brillante en su mano. Era Eric Krause, cínico y enigmático como siempre, quien irrumpió en la habitación con un gesto desafiante, dejando perplejos a los presentes.

     "Es fácil culpar al inocente", pronunció Eric, sus ojos fijos en José Ramón y Catalina. "Es fácil buscar realización a través de otro", agregó, dirigiendo su mirada hacia Felipe Alvarado. Con un movimiento hábil, tomó el manuscrito de "Fragmentos" de las manos de Felipe, la única copia existente, mientras los presentes observaban con asombro.

      Cuando le preguntaron dónde había estado, Eric respondió con evasivas, afirmando que había estado de viaje y que aún tenía muchos relatos por escribir. Prometió visitar a su madre en febrero, antes de despedirse y dirigirse hacia la puerta. Sin embargo, antes de partir, José Ramón agarró su brazo y bajó la manga de su chaqueta, revelando que el tatuaje distintivo de los miembros de la Orden ya no estaba presente. Con una sonrisa burlona, Eric bajó la otra manga, revelando el sello oculto.

        Cruzando el umbral de la puerta, Eric se desvaneció en la oscuridad, dejando a los presentes en un estado de desconcierto y temor. José Ramón, finalmente comprendiendo la verdadera naturaleza de Eric, cerró la puerta con firmeza, declarando que Eric ahora habitaba entre las sombras de los mundos y que era mejor dejarlo en paz.

      Sin embargo, la intriga persistía incluso después de su partida. Catalina, con una voz temblorosa, cuestionó cómo Eric había sabido lo que discutían si no estaba presente. En ese momento, se escucharon extraños ruidos en el techo y un gato anaranjado se dejo entrever por la ventana y emprendiendo un rumbo hacia su amo siendo guiado únicamente por la luz de la Luna.

Fragmento VI: Los Oscuros

     Y cuando las puertas del Inframundo se abrieron para mi goce y deleite, vi como eran golpeados por la guardia real de Kꞌuꞌukꞌul Kaan los oscuros y negros que, en las ruinas de los k’nyanitas, estaban condenados a dedicarse a picar piedra constantemente, piedras con las que seguramente serían lapidados por sus transgresiones en nombre del falso dios selino. El Gran Señor del Abismo me mostró la Verdad y los ángeles descarnados de la noche, antaño un peligro, ahora eran guiados por las líneas de un báculo del cual colgaba la efigie de plata que me había heredado uno de los tantos hijos de aquel que no debe ser nombrado, aquel que yo consideraba el más grande, pero como toda verdad, es relativa, y por ende, una mentira.



La Efigie

LA EFIGIE 

POR RICARDO MEYER

 

 He estado pensando en la Vida, y en Las Meditaciones sobre la Medusa de Jonathan Drexler encontré a El Griego. Cubierto totalmente de polvo de yeso, imitando la efigie de un ídolo de Cristo, lo veo todas las noches de cuclillas en el umbral de mi puerta.

Fragmento IV

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     El último día del año 2023 encontró a Eric Krause sumido en un estado de exaltación melancólica. A pesar de haber cosechado éxitos literarios en la revista que tanto veneraba, el peso de la oscuridad familiar y los años de tormento psicológico lo habían marcado profundamente. Desde temprana edad, había luchado contra sus propios demonios, preso de una mente atormentada por la medicación y la alienación. Pero fue en el cambio repentino de sus tratamientos donde Eric encontró un atisbo de libertad, una liberación que le permitió redescubrir su humanidad entre sombras.

    Mientras saboreaba una cerveza rubia en la casa de sus padres, una inquietante sensación de vacío lo embargaba. A pesar de sus logros literarios y su lucha contra la adversidad, un abismo persistía en su interior, una hambre insaciable por lo desconocido. Rechazado por sus padres en la infancia, Eric había buscado desesperadamente un propósito más allá de las convenciones terrenales, explorando los oscuros rincones de lo prohibido.

     Los sueños, siempre los sueños, eran su refugio y su maldición. A través de ellos, Eric había vislumbrado los límites de la muerte y la realidad, desafiando las fronteras del tiempo y el espacio. Y en esa víspera de año nuevo, una promesa olvidada emergió de las sombras, una promesa de un amigo más allá del velo de la percepción humana.

     Cuando el mediodía se desvaneció en las sombras del jardín ancestral, Eric se sumió en un trance febril, desafiando al sueño y a la cordura en su búsqueda del amigo perdido. El jardín se convirtió en un laberinto de simbolismos, un Edén distorsionado por la mente torturada de Eric. Y fue entonces, en el límite entre la vigilia y el sueño, que la promesa se hizo realidad.

     Desde la oscuridad de la carretera, un vehículo ennegrecido emergió como un espectro de la noche. El Griego, su amigo olvidado, lo aguardaba con una sonrisa que helaba la sangre. Vestido con la elegancia de lo prohibido, El Griego extendió su mano con un gesto que Eric apenas reconoció como humano.

      En un instante de claridad en medio de la neblina de la locura, Eric ascendió al vehículo, abandonando para siempre los límites de la realidad conocida. El reloj marcaba las trece horas del último día del año cuando la familia de Eric Krause descubrió su ausencia, una ausencia marcada por una pequeña mancha de sangre y la efigie de un Cristo decadente.

      Eric había partido hacia los dominios de lo insondable, donde los sueños y las pesadillas danzan al son de antiguas melodías. Su destino final era un misterio envuelto en sombras, pero una certeza permanecía: había encontrado la paz en el abrazo del desconocido, y su legado perduraría en los ecos de la Tierra de Venus.