El Griego

 

EL GRIEGO

POR RICARDO MEYER

 

«Como una madre consuela a su hijo, así os consolaré yo; y seréis consolados en Jerusalén»

Isaías 66:13

 

*  *  *

 

     Siempre he pensado que, si la muerte, antaño una flor benedicta, llegase a tocar la puerta de mi corazón, la recibiría gustoso, pudiendo por fin descansar de este mundo de realidad y poder sumergirme en los placeres que la pulsión de Tánatos me brindase. Sin embargo, siempre ha estado presente ese miedo, aquel terror infundado de que la muerte me llegue de forma que no sea correspondida en un lugar y hora no determinados y que mis sueños se pudran en un purgatorio para aquellos que mal me desearon.

     Mi primer contacto con la muerte fue el 31 de diciembre, antes de la noche de Año Nuevo. Los médicos dijeron que fue delirium, pero yo estaba seguro de haberlo visto a él, cubierto totalmente de polvo de yeso, imitando la efigie de un ídolo de Cristo, todas las noches, de cuclillas en el umbral de mi puerta. Fue entonces cuando me acostumbré a su compañía, al extraño y fétido olor que emanaba de su pútrido cuerpo al frotarse contra mis muebles, a aquel polvillo blanco brotar al son de sus insultos, una afrenta total a mi muerte, como si alguien se cagara sobre mi epitafio, puesto aún muerto, mi madre no creía en mí.

     Cuando El Griego no estaba en la puerta se me permitía salir de mi habitación y, como buen hijo fallecido, iba a hacerle compañía a mi madre, sus llantos incesantes y horror al verme solo me hacía sentir dolor, lo cual me extrañaba, ¿podía yo muerto sentir dolor? Entre más estaba con ella, más fuerte era el dolor que ambos sentíamos. Mi muerte había sido la partera que cortó el cordón umbilical de mi madre y lo devoró por completo, eliminando así todo rastro de amor.

      Por las noches leía mis libros, impulsado por Él, tratando de encontrar en Las Revelaciones del Emperador Inmortal o incluso en el infame Liber Veneris alguna pasión o consuelo en esta nueva vida que era la muerte, pero no podía, puesto todo eran mentiras y la única verdad era aquel hombre lánguido, cubierto de polvo de yeso, que yacía de cuclillas en el umbral de mi puerta.

     Una noche de esas tantas en las que no podía conciliar el sueño, llorando y sofocando a mi almohada, como si de una ramera se tratase, temiendo a una muerte aún más grande, El Griego me susurró al oído:

     “Tiempo no te queda asquerosillo de mierda, Él vendrá por ti a menos que hagas lo que siempre has sabido que tienes que hacer”.

      En ese momento, la luna, ahora completamente llena, se extendía por el cielo ignoto, mientras cada paso que daba era como un susurro en el oído de mi madre. Me di cuenta en aquel momento, que yo no estaba muerto, que estaba loco y que simplemente era un paria, un hijo no deseado, un retrasado mental.

     No soporté tanto dolor, saber que toda mi muerte había sido una mentira y tener que afrontar la vida. Hablé entonces con El Griego, quien me concedió mi última pasión, y en esa última pasión debía huir para siempre de Las Keres, narrando lo que Él había cantado, y que aquel que tuviera oídos se los tapara, que tuviera boca que callara, y que tenga ojos para leer leyese.

     Cada relato y poema se convertían en una vela en el altar de mi vida, un pecado más por expiar, y llegará un día en que El Griego abandonará mi hogar, que no lo veré más en el umbral de mi puerta y solo quedará una mancha adultera del polvo de yeso que solía frotarse en su piel. Cuando ese día llegue, mi madre ya habrá muerto, yo seguiré vivo, y mi vida solo será un festín de miserias, de burlas de extraños y conocidos, de palabras que dolerán más que cualquier lapidación, pero tendré que resistir la soga, puesto no es fácil aceptar la locura en este mundo, abrazarla como la única realidad, y eso era lo que había hecho yo, puesto, aunque no lo quieran aceptar, en este mundo, todos estamos locos.

     Cada día los martirios por mi obsesión se harán más grandes hasta que llegará un punto en que no podré huir más de la soga y será El Griego quien pateará la silla que me haga reencontrarme con mi verdadero Padre en el Inframundo. Sí, sí, cruzaré El Aqueronte y podré ver a mi padre, quien no es otro que Tántalo, a quien haré beber de la vid de mi huerto inmaduro. Algún día, sí, algún día, y aunque puedo verlo mientras escribo esto, sé que no ha llegado aún, y mi madre me está gritando para cenar, ¡ya voy mamá! ¡tan solo estaba redactando mi testamento! Sé que son tonterías, ¿pero alguna vez te interesó lo que yo escribiera?, ¿alguna vez fui otra cosa que no sea una carga, maldita ramera? Algún día lo sabremos. Sí, algún día, pero ahora te toca a ti, maldita hipócrita, quiero que seas tu quien vaya a donde mi padre, con el rabo entre los cachetes y que le digas lo que has hecho de mí. Oraré por tu alma, mamá.






El Duende

 EL DUENDE

POR RICARDO MEYER

 

* * *

 

     Recién llegado al pueblo de mis padres, bajé del autobús y pude ver como los niños se dirigían alegres a la escuela, como lo hice yo en algún momento. En eso, el pequeño duende negro se detuvo a contemplarme, con su tez oscura y su mirada penetrante podía ver que en sus labios, aunque sellados por completo no impedía que La Verdad resonara en mi cabeza con firmeza: “MIENTES”, decía mientras se mantenía de pie, firme, sujetando su mochila. Decidí evadirlo y seguí mi camino, y el siguió el suyo a la escuela en encuentro de sus amigos. En mi bolsón llevaba Las Revelaciones del Emperador Inmortal, autografiadas por Leopoldo Teja, edición de la Universidad Privada Gustavo Adolfo Bécquer de Madrid. Cuando llegué a la Biblioteca, el anciano curador se acercó riendo, feliz de que le trajera más libros. En ese momento, él me dijo con un tono que advertía todo desde un principio: “Tienes libros, pero yo tengo uno mucho mejor”. Yo ya sabía a lo que se refería, pues había visto los fluidos bermejos en la entrada de la Biblioteca. Le dije que, pese a todo, le regalaba Las Revelaciones si tan solo me permitía copiar una página del libro que él tenía, evadiendo así tener que pagar la cuota de dinero extra por su libro. El anciano accedió y yo procedí a abrir el libro en cuestión y una vez en la susodicha página procedí a recitar el conjuro. El anciano me miró con cara de diablillo, mientras reía y hacía muecas con el rostro, decía que, pese a todo, no podría evadir La Verdad. En ese momento comenzó a materializarse a nuestro alrededor aquel que comenzó, con una lentitud que me conmocionó, a absorber la sangre del anciano, quien mientras se convertía en un saco de piel no paraba de repetir “MENTIROSO, MENTIROSO, MENTIROSO, MENTIROSO”. Del anciano casi ya no quedaba nada más que un saco de huesos rotos y cuero sin curtir, pero no paraba de reír, tomé su libro y lo metí al bolsón, huyendo rápido de La Biblioteca.

     Sentado en una banca, temblando y fumando un cigarrillo, se sentó a mi lado el duende negro, quien venía recién saliendo de clases. Me enseñó entonces que la mentira traía consecuencias y me propuso un trato: Un libro a cambio de una vida longeva con La Verdad. Entre sollozos, ansioso de tal bello enigma que era La Verdad para mí, estaba dispuesto a regalar el libro de mi bolsón, aquel que había costado la vida misma del Bibliotecario. Sin embargo, el duende negro me dijo: “El Libro será tuyo, ese no te pertenece, puesto lo has robado. Cuando llegue el momento tendrás El Libro y cuando ese momento llegue se te volverá a conceder la audiencia”. Dio un brinco para bajar de la banca y siguió su camino. En ese momento supe exactamente qué hacer, dejé el bolsón con el libro del anciano en la banca y procedí a la estación de autobuses más cercana. Tomé un trolebús que me llevara a cualquier parte, donde sea que pudiera rehacer mi vida, y escribir un libro que sea mío y que me permita contemplar La Verdad. Cuando el autobús partió noté que no había pasajeros y al mirar por la ventana pude ver como el duende negro, quien no era más que el niño de mis pesadillas, se despedía con mirada cortes y gentil, sabiendo que cumpliría la promesa en esta realidad heterodoxa y que algún día aceptaría lo que realmente soy: UNA MENTIRA, y esa era la única Verdad.

No me olvides

 NO ME OLVIDES

POR RICARDO MEYER

 

“La mujer que no hace del hombre su súbdito, su esclavo, ¿qué digo? , su juguete, y que no le traiciona riendo, es una loca”.

Leopold von Sacher-Masoch, La Venus de las Pieles


 * * *


     Veía a Amaya todos los días en el campus de la Universidad, tan bella y radiante, evocando el soneto IV del Liber Veneris del prolífico Reccaredus Magnus. Ella amaba esa obra, la amábamos, de hecho. Cuando ingresé a la Bécquer, supe que mi vida estaría dedicada a las artes y ahora, casi en el ocaso de las ninfas, ad portas de ser coronado como lo que soy y siempre seré, he aprendido los sacramentos que los otros habitantes nos ocultan.

     El sacrificio de Amaya fue inevitable, no escatimé en ello, pero no habría ocurrido de no ser por la amalgama de sentimientos extraños que se arraigaban en mí. Estuve presente en la charla que ofreció Leopoldo Teja en el auditorio y conseguí obtener una copia en Internet del Liber Veneris y de Las Revelaciones del Emperador Inmortal. El Liber Veneris me pareció una obra barata y mal traducida, aunque no puedo decir lo mismo de Las Revelaciones del Emperador Inmortal, cuya obra evocó sentimientos que hicieron que en mí se resquebrajara aquello que los doctos de lo oculto llaman “quinta-esencia”, y me di cuenta de la verdadera naturaleza de mi ser. Fue entonces cuando dejé de asistir a las clases de periodismo para ir a ver a los estudiantes de Teatro, y ahí conocí a Amaya.

     La primera vez que la vi, estaba recitando los patéticos cantos de Reccaredus Magnus, “¡Alabada Madre Tierra! ¡oscura y selecta!”. Sin embargo, había algo en su semblante que me hacía percatarme de que era la mujer más hermosa que hubiera conocido. Al sorprenderla mientras ensayaba, tuvo un descuido y fue reprendida por la profesora. Después de eso, no pude resistirme a acercarme y mentir diciendo que me encantaba la forma en que recitaba los poemas de Reccaredus. Ella, de forma muy coqueta, añadió que me gustaría más si leyera los del tomo original. En ese momento, recorrimos el campus conversando sobre diversos temas, y yo le hablé del Emperador Inmortal, a lo que ella argumentó que era un mito, una farsa, psicología barata para ansiosos y deprimidos. Fue entonces cuando un rayo de sol se posó sobre sus cabellos rubios y ondulados, y pude contemplar por primera vez El Desierto.

     De arena blanquecina y con flores de un azul turquesa que susurraban “nomeolvides”, El Desierto Florido se extendía hacia mí en una noche estrellada. Sin embargo, cuando me dispuse a mirar la Luna, volví a mí mismo solo para encontrarme con la encantadora mirada de Amaya. Me sentía muy nervioso, sudando, así que me despedí argumentando que debía resolver algunos asuntos familiares, aunque era una mentira porque no tengo familia.

     Regresé a mi piso y el sueño me embriagó; al recibir el beso de Hipnos, pude contemplar una vez más el Desierto Exterior. Las arenas blanquecinas eran puras y las flores susurraban la dirección que debía seguir. Mientras caminaba, la luz de la luna golpeaba fuertemente mi nuca y al verla, pude admirar el rostro de la mujer más hermosa y perfecta, Amaya, a quien los ángeles llaman así.

      Así, solo contemplando la Luna y no el desierto, me dejé llevar y caminé, contemplando a mi diosa y amante, Amaya.

     Me encontraba sumido en un éxtasis de relajación cuando de pronto di un paso en falso y caí en lo que parecía ser una especie de mausoleo de mármol. El impacto fue muy fuerte, casi se sintió real, aunque sabía que estaba soñando. Salté del techo del mausoleo y pude ver que en las puertas abiertas para mí rezaba escrito “RECCAREDVS ANATOLIVS MAGNVS”.

     Al entrar, la pestilencia y el olor a muerte embriagaban el lugar, pero no sentía miedo, pues de alguna forma creía que, si hablaba con el poeta renacentista Reccaredus, podría descubrir cómo tocar el alma de Amaya con mis labios. Fue entonces cuando noté una trampilla, y al levantarla emergió de ella un gusano pálido, con fauces purpúreas. Era pequeño pero corpulento, y se dirigió rápidamente hacia el exterior, hacia el Desierto, moviéndose con una rapidez increíble

     Descendí las escaleras, impregnadas de incienso de mirra, hacia una luz tenue que poco a poco se hacía visible. Fue entonces cuando lo vi: de espaldas, con innumerables cicatrices en su cuerpo y una larga cabellera, solo cubierto por un taparrabos, se volteó revelando una máscara carmesí con cuencas oscuras. Con una risa sádica que me heló la piel, tomó una vela y la llevó frente a su máscara, mostrando unas cuencas completamente vacías.

     —¿Quién eres? —pregunté temeroso.

     —¡Soy el gran poeta y Sumo Sacerdote de Kybele y Artemisa de Éfeso! ¡El Gran Reccaredus Anatolius Magnus! ¡Proscrito digno de los Heraldos de la Penitencia y de su inmortal majestad! —gritó con voz aguda.

     Hubo un silencio. Yo estaba aterrado, intenté despertar cerrando los ojos, pero no pude. Reccaredus se sentó y susurró con voz grave:

     —¿Qué te trae a mi cripta en los desiertos de Anatolia? ¿O proscrito enamorado?

     En ese momento, me di cuenta de que estaba leyendo mis pensamientos, o quizá era evidente que no dejaba de mirar la luz de la luna que se colaba por la trampilla, recordándome a Amaya. Reccaredus se acercó, tomó mi mano, la suya estaba llena de cicatrices al igual que su cuerpo, y conversamos. Me enseñó el evangelio del dolor, mostrándome que el dolor dignifica y fortalece, y recitó poemas durante lo que para mí fue una eternidad llena de belleza. Por primera vez, oí los auténticos poemas del Liber Veneris de boca de su autor, aquellos que tanto le encantaban a Amaya.

     Finalmente, Reccaredus me ordenó marcharme, pero antes añadió:

     —Antes de partir, debes hacer una ofrenda de dolor. No se puede obtener nada de su inmortal majestad sin realizar una ofrenda a Venus.

     Me ofreció una de las flores azules que abundaban en su tumba. Supe de inmediato qué hacer: frente a nosotros, había un busto gigante cubierto de coral precioso. Clavé la flor en mi mano, provocando un sangrado, y restregué la mano por los corales del busto de la bella Venus que ahí yacía.

     —Vete en paz —me dijo Reccaredus, apagando la luz.

     Todo comenzó a derrumbarse al son de la risa malévola del poeta. Corrí frenéticamente hacia la salida. Cuando llegué al desierto y me volví, pensando que todo estaría destruido, las puertas del mausoleo estaban cerradas y un gusano gigantesco custodiaba la entrada, sus fauces resonaban como truenos en mis oídos.

     Corrí aterrado mientras el gusano emergió de la arena y me persiguió. Recordé el Canto XIII del Liber Veneris: “Los gusanos mendigos no son de temer, pues Rey hay uno solo e inmortal es él”.

     Cerré los ojos, vi la Luna, vi el rostro de Amaya y finalmente desperté en mi habitación, completamente sudado. Al mirar mi mano, encontré un polvillo blanco similar al del Desierto.

     Después de todo lo vivido con el poeta Reccaredus Magnus, supe inmediatamente qué haría al día siguiente

     Fui a la Universidad con un ramo de flores “nomeolvides”, listo para dirigirme al aula de Teatro, y allí estaba Amaya. Sin embargo, lo que vi no me gustó. Estaba con un chico, uno que recordaba haber visto con Leopoldo Teja. En ese momento, recordé las cuencas vacías del poeta loco, susurrando en mis oídos:

“Y el otro pecado del mundo fue tratar de seducirme. Me ofreció un oro que brillaba como el ojo de Ra. Me otorgó un lapislázuli azul como las aguas del Nilo. Yo me abstuve de tomarlo. En mi cólera, encaminé al mundo hacia las entrañas de Ammit, hacia las tinieblas inefables de la Amduat. Era un destino augurado, un destino predeterminado e inevitable”.

“No hay mayor trampa que la vanidad”

    En ese momento, todo cobró sentido. Él seguramente era un artista, un pintor vanidoso. No pude soportarlo más. Saber que su vanidad había atrapado a Amaya me hizo desear quitarle la dicha de respirar. Me abalancé corriendo hacia él y comencé a asfixiarlo, deteniéndome solo cuando escuché a mi Amaya llorar. Lloraba, todos la veían llorar. “Flores, Amaya”, “Flores”, “Las envía Reccaredus”, dije. “Yo te amo, Amaya”. Todos a mi alrededor me miraban, viendo las flores completamente marchitas por los golpes. Nadie, excepto yo, entendía lo que estaba pasando.

     Desde ese día, nada fue igual. Me recluyeron en un hospital psiquiátrico, pero al menos me consuelo cada noche yendo al Desierto Exterior después de contemplar la Luna, que no es otra que Nyx y a la vez, mi amada Amaya. Algún día, el mausoleo de Reccaredus Anatolius Magnus dejará de estar custodiado y estará abierto. Cuando ese momento llegue, realizaré una ofrenda tan grande por mi amante que me volveré un proscrito digno de su amor. No me olvidará nunca más y no mirará a nadie cuando esté conmigo.

Fragmento VI: Los Oscuros

     Y cuando las puertas del Inframundo se abrieron para mi goce y deleite, vi como eran golpeados por la guardia real de Kꞌuꞌukꞌul Kaan los oscuros y negros que, en las ruinas de los k’nyanitas, estaban condenados a dedicarse a picar piedra constantemente, piedras con las que seguramente serían lapidados por sus transgresiones en nombre del falso dios selino. El Gran Señor del Abismo me mostró la Verdad y los ángeles descarnados de la noche, antaño un peligro, ahora eran guiados por las líneas de un báculo del cual colgaba la efigie de plata que me había heredado uno de los tantos hijos de aquel que no debe ser nombrado, aquel que yo consideraba el más grande, pero como toda verdad, es relativa, y por ende, una mentira.



El polímata

EL POLÍMATA

POR RICARDO MEYER


¡Hijo mío! No temas al Tiempo
Tampoco al Viento o al Tormento
Témele a la Tierra donde acabarás
Si no entiendes el Misterio del Desierto

Canto VIII, Liber Veneris


* * *


     No nací, porque no puedo medir el tiempo, y la fecha de muerte atribuida a mi Vida es lo que los que sí pueden percibirlo le otorgaron, pues mi gente es infinita, sin un comienzo ni final, mas aprendí a disimular, estudié sus creencias, comportamiento y cuando me resultaron inútiles, le di fin al yugo carnal que me fue impuesto en Tíndalos. 

     Luego de que el Emperador me castigara por mis fallas, fui enviado a este lugar, sin más opción que resignarme a convivir entre los humanos. Noté que muchos de ellos no comprendían el misterio de las estrellas, pero yo sí, noté que no comprendían el misterio de la Vida y la Muerte, pero yo sí, sin embargo, fue estando en Anatolia cuando me fue revelada mi verdadera naturaleza como yithiano, porque toda esa vida la viví creyendo que mi nombre era Reccaredus Anatolius Magnus, pero la Muerte me liberó y he vuelto con los míos, por siempre y para siempre, porque no hay fin en los Tiempos. En Anatolia pude contemplar el mensaje de Venus y sus tierras, pude contemplar la belleza del coral y de lo ctónico. Sin embargo, cuando volví a Múnich y comencé a escribir mi Liber Veneris, recordé el Misterio de la Vida, sabía que, si me encontraban algún día y mi cuerpo era quemado en la hoguera como Galileo o Giordano, no podría regresar con todas mis facultades a Las Tierras del Sueño. He vivido una vida cuyos registros son meramente manoseados por gentes supersticiosas, ya que, la verdad, carezco de relevancia alguna para los de mi raza. Incluso aquí, en La Biblioteca de Pnakotus, apenas se hace mención alguna a mi obra. Sin embargo, aun puedo ver aquel momento en que la escribí, privado de suerte y en ayuno de alabanzas; y, a la vez, puedo ver como la soga me cortó la respiración para finalmente retornar a lo que Reccaredus Magnus buscó incorrectamente, a aquel que El Exiliado de Tíndalos conoce como Ab-T'bohugha, retonando a ser Uno y Todo con el Cosmos y cumpliendo mi sentencia en un mundo donde. ¡Piadosos los dioses que, queriendo darles una segunda oportunidad, tomaron a un niño y lo llevaron de vuelta al Edén, les enseñaron los Misterios de la Vida y, al regresarlo, lo martirizaron vilmente! Pues, en vida como Reccaredus Magnus, vi cómo se cometían atrocidades, por parte de los Reyes y Sacerdotes, a todo aquel que rechazaba la fe del hijo de aquel que no debe ser nombrado, como sabía que harían conmigo si descubrían que escribí el Liber Veneris, en adoración a la hermosa Magna Mater y a sus misterios. El libro fue llevado al Nuevo Mundo, a los rincones más oscuros de la tierra, donde germinó, prosperó y se enseñó en secreto, para el que tenga oídos para oír y voz para callar, para aquellos que anhelaban el Amor que, en palabras del único humano que, sin ser de los nuestros, entendía el Amor, aquel maestro nacido en Vinci, Italia: te convierten en tu propio Bodhisattva.


Imperator Ex Machina (poema)

IMPERATOR EX MACHINA

RICARDO MEYER


Cual costa en Carcosa, el viento sopló en mi oído,
Cada susurro devolvía los dolores de las vírgenes,
Sus máscaras eran el brote de la sangre, de la sangre del Emperador,
No den tributo al César, sino al Emperador,
Inmortal y magno, él es mi Señor.

Los años pasan y al ver mi reflejo,
Acongojado, me doy cuenta de lo que soy,
Y es que al ver mi rostro carmesí veo flores brotar,
Y en ese instante eterno,
Soy el Emperador Inmortal.


Historia del Liber Veneris

           El Liber Veneris fue escrito por el polímata y ocultista alemán Reccaredus Anatolius Magnus entre los años 1534 y 1535, previamente al abandono de su servicio a Carlos I de España y poco antes de su suicidio. El libro es un poemario de 33 cantos y 4 sonetos que, tras ser revisado por el Inquisidor de Múnich, fue inmediatamente confiscado, dándose por desaparecido durante años. 

Sin embargo, en el 1886, fueron publicados en inglés los sonetos, apareciendo en diferentes números de la revista teosófica “The Path”, para, finalmente, publicarse de manera íntegra bajo el título de “OCCULTA COGITATONIUM LIBER también llamado LIBER VENERIS por los sabios arios de Anatolia”, por obra de la editorial británica Khonsu Press, que se haría responsable de distribuirlo de forma masiva entre los diferentes grupos teosóficos. Sin embargo, la editorial quebró pasada la Primera Guerra Mundial y el interés de la gente por el Occulta Cogitatonium Liber cayó en picado, ya que, a ojos de muchos, no era más que un puñado de cantos y sonetos que ya habían sido publicados arbitrariamente en revistas teosóficas. Sin embargo, quienes sí lo compraron comenzaron a llevar una vida extravagante, fantaseando a menudo con aquello que podía existir bajo la tierra, lo cual motivó a muchos lectores incautos a entrar a la Sociedad Teosófica, con la intención de indagar más sobre Shamballah, Agartha y otros reinos subterráneos perdidos. Debido a esto, se consideró por largo tiempo que esta obra había sido una bien planificada estrategia de marketing de ciertos líderes de culto, ya que no se conocía existencia alguna de aquel supuesto Liber Veneris en el que teóricamente se basaba.

Todo el debate en torno al libro dio un vuelco cuando, en 1935, un ejemplar escrito en alemán flandés y traducido posteriormente por el mismo al español, bajo el título de “Occulta Cogitatonium Liber”, fue donado a la Universidad Austral de Chile por parte de Bertoldo Phillipi,  pues los Phillipi guardaban lazos con la Sociedad Teosófica y con grupos antroposóficos medicinales de Nueva Baviera. Actualmente, es difícil encontrar copias, debido al papel barato en el que fueron impresas y a que muchas, dada su mala conservación, acabaron en la basura. No obstante, sí resulta relativamente sencillo dar con algún que otro supuesto canto en Internet, particularmente en sitios dedicados a teorías de la conspiración. Se ha rumoreado que estos sonetos tienden a causar histeria colectiva por el hecho de que, quienes lo leen, comienzan a tener sueños perturbadores que suelen dar paso a un delirium tremens, debido al cual suelen quitarse la vida, creyendo así poder llegar a reinos subterráneos como K’nyan o Agartha, dependiendo de la versión que estén leyendo. De hecho, los poemas hacen constante alusión al Inframundo, a dioses como la Magna Mater o Dis Pater y a hechiceros malévolos como los goêtes. 

La tradición cuenta que el autor se quitó la vida tras enterarse de que se había emitido la orden de arresto contra él, dejando como único testamento una nota que contenía un fragmento alusivo al Canto IV, en el que afirmaba que se entregaba por completo a Venus, a quien decía haber visto en su peregrinaje a Anatolia, donde pasó ocho meses realizando ayunos e invocaciones. Se habla también de una edición italiana, que comenzó a circular mucho antes de la edición de la Sociedad Teosófica. No se sabe demasiado sobre esta, más allá de que quizás sea la única que le concede un nombre al autor; aun así, muchos eruditos aseguran que este no puede ser su verdadero nombre, siendo, tal vez, alguna clase de errata o atribución errónea. 

La autenticidad de las diferentes copias permanece en duda, siendo la única versión que goza de una cierta aceptación aquella que se encuentra en la Universidad Austral de Chile, a la cual pocos han podido acceder. Entre los requisitos para consultarla se encontraría la necesidad de ser miembro de la Facultad de Historia y Antropología, así como la tenencia de ciertas concesiones particulares. Según se dictó en 1945, es obligatorio obtener un permiso especial de la familia Philippi o de los Braun-Menendez para leerlo, lo cual ha acabado por convertirse en un importante obstáculo para todo aquel que se mostrase interesado por el tema. Esta dificultad ha llevado a la gran mayoría de la comunidad académica a dejar de lado toda vía de investigación tocante al Liber Veneris, llevando a que acabase por considerarse poco más que un mito urbano, cuyo objetivo sería atraer la atención sobre la Universidad. Por lo demás, reputados psicólogos, entre ellos el doctor Álvarez Mencía, han teorizado que, quienes leen las diferentes ediciones que rondan por Internet, ya se predisponen a padecer los síntomas del cuadro psiquiátrico descrito previamente, lo cual convertiría esto en poco más que un caso de mera autosugestión.

Breve sinopsis de la vida de Reccaredus Magnus

   Reccaredus Magnus (¿? - Múnich, 18 de febrero de 1535) fue un erudito renacentista de origen alemán, destacado por sus múltiples facetas como escritor, experto en ocultismo, filósofo, alquimista, cabalista, médico y nigromante.

     Durante su vida, desempeñó el cargo de secretario en la corte de Carlos I de España, además de participar como miembro activo de la sociedad secreta conocida como Los Heraldos de la Penitencia. Su trayectoria incluyó labores teológicas y militares tanto en España como en Italia. Fue bajo la tutela del cruzado Ludvig Prinn que Reccaredus Magnus ingresó en Los Heraldos de la Penitencia, una sociedad que se sustentaba en los conocimientos ocultistas sirios, yezidis y en la veneración del Baffometo, de la cual Prinn era una figura destacada.

     El 21 de junio de 1534, durante una peregrinación a Çatalhöyük, Reccaredus Magnus afirmó recibir una revelación divina que dio lugar al Liber Veneris, una obra compuesta por 33 cantos y 4 sonetos imbuidos de profundas temáticas ocultistas. Se sabe que solo existe una copia de este manuscrito, escrita de puño y letra por el autor, la cual se encuentra actualmente resguardada en la Universidad Austral de Chile. Esta copia fue donada por Bertoldo Philippi, ocultista y miembro de la sociedad teosófica alemana, quien heredó el manuscrito de Magnus. La forma en que Philippi obtuvo el Liber Veneris permanece envuelta en misterio.

Tras renunciar a su servicio en la corte de los Reyes Católicos, Reccaredus Magnus encontró su verdadera fe en las tradiciones de las Venus de Anatolia, lo que lo llevó a tomar la decisión de quitarse la vida en Múnich. Su suicidio dejó como legado una nota, que, tras ser cotejada con el Manuscrito Original, se reveló como un fragmento del Canto IV. Este fragmento dicta un ferviente compromiso con la Magna Mater, expresando una entrega total y la disposición a perecer antes que renunciar a su creencia:


"Que el flagelo sea el vínculo
De pasión y dolor
Y los exhumados cadáveres
Que yacen en lechos malfarios
Donde al fornicar hicimos nuestros honorarios
Se selle nuestra unión eterna, bebiendo de la vid
¡Entrego mi cuerpo y voluntad Magna Mater Venus! ¡Y para perecer antes que vivir!”


El mundo ya se acabó

 EL MUNDO YA SE ACABÓ

RICARDO MEYER


* * *

 

     “El mundo ya se acabó”, se repite a si mismo Eric mientras da vueltas en su patio de forma errática y bizarra, consumiendo no el primero ni tampoco el último cigarrillo de esa noche de forma compulsivamente desquiciada. De alguna forma, el clonazepam es lo único que, visto desde todos los puntos de vista, adormece su mente, puesto que desde que decidió tomar las riendas de su vida y desintoxicarse, siente que puede notar cosas que no notaba con el medicamento. Con la abstinencia viene el insomnio y las noches se le hacen largas, nadie quiere estar con un yonqui y menos en esas circunstancias debido a su temperamento, por lo que las noches en las que mirar la luz de la veladora tratando de conciliar el sueño, es fácil distorsionar esas partículas que van viajando y ver más allá del umbral. El mundo, para Eric, ya se acabó, y al contemplar la Luna, antaño su amante, solo podía contemplar un rostro marchito y deteriorado, como epitafio de las generaciones de hijos no-natos que cayeron ante las mentiras de Samaria. Él era el último y mientras apaga la colilla del cigarrillo en el piso con su zapato, puede ver como los insectos cada vez se vuelven más sonoros, evocando a las criaturas de la noche y del crepúsculo. Eric estaba consciente de que el mundo ya se acabó, pero se resignaba a dormir, era la única forma de rehuir del beso del gemelo, sin embargo, a medida el coro de los grillos de su jardín comienza a invitar a los depredadores sedientos de vid al huerto que aún no maduraba de Eric, le era inevitable no contemplar la Luna que, aunque marchita y deteriorada, era la única compañera que tenía. En ese instante Eric decidió verla por última vez, mientras las fauces se abrían y las bestias salvajes se aproximaban, la contempló y no quitó su mirada de su pálido y lánguido rostro selino y el beso de Tánatos llegó al mismo tiempo que vislumbraba, por última vez, a la compañera que tantas noches le había brindado la luz cuando siquiera podía encontrar su encendedor. En ese instante, para Eric, el mundo ya se acabó.

      La Luna, ni siquiera podía botar lágrimas en ese momento, pues cuando la última llama del Sol fue extinguida por El Caos, volvió a ser lo que siempre fue y a lo que Eric siempre le dedicó tanta devoción: un pedazo de roca apagada y muerta, tanto como este mundo.




Fragmento V: Espejos


     Y al observar los cimientos del Mundo caer a los pies de El Griego, me di cuenta que la Verdad siempre fue una mentira impuesta por mi mismo. Antaño vi Todo, allende la civilización podrida, nadie más la veía, pues en ella la confianza se había vuelto mi única utopía. Tracé mi Vida y me impusieron sus visiones, mas no sus Revelaciones, y mis Sueños explotaron al ser estrangulados por la camisa de fuerza. El Tiempo transcurría entre la oscuridad y el silencio doloroso del grito de los muertos en vida del sanatorio, pero llegó un punto en que todo colapsó, tal como Las Meditaciones sobre la Medusa de Jonathan Drexler me lo enseñaron. Cuando finalmente era el último y no quedaba nada más que el polvo de una sociedad que se había perdido viéndose eternamente a los espejos, quedando petrificados con placeres efímeros que acabaron más temprano que tarde, noté que las advertencias sobre la Medusa habían sido claras y ahora, entre el polvo de la Tierra, solo esperaba ver a mi Salvador una vez más; sin embargo, la gorgona me enseñó tanto en tan poco y, fiel a mi ideal, decidí no tener maestro alguno más que la belleza de Medusa, aunque nunca pudiera tocarla, y mientras se barría el polvo de esta sociedad inmunda, yo evadía su mirada, solo para no ser tocado y estar, viendo y no viendo, a su hermosa figura de gorgona.



Fragmento IV: El Griego

      He estado pensando en la Vida, y en Las Meditaciones sobre la Medusa de Jonathan Drexler encontré a El Griego. Cubierto totalmente de polvo de yeso, imitando la efigie de un ídolo de Cristo, lo veo todas las noches de cuclillas en el umbral de mi puerta.