No me olvides

 NO ME OLVIDES

POR RICARDO MEYER

 

“La mujer que no hace del hombre su súbdito, su esclavo, ¿qué digo? , su juguete, y que no le traiciona riendo, es una loca”.

Leopold von Sacher-Masoch, La Venus de las Pieles


 * * *


     Veía a Amaya todos los días en el campus de la Universidad, tan bella y radiante, evocando el soneto IV del Liber Veneris del prolífico Reccaredus Magnus. Ella amaba esa obra, la amábamos, de hecho. Cuando ingresé a la Bécquer, supe que mi vida estaría dedicada a las artes y ahora, casi en el ocaso de las ninfas, ad portas de ser coronado como lo que soy y siempre seré, he aprendido los sacramentos que los otros habitantes nos ocultan.

     El sacrificio de Amaya fue inevitable, no escatimé en ello, pero no habría ocurrido de no ser por la amalgama de sentimientos extraños que se arraigaban en mí. Estuve presente en la charla que ofreció Leopoldo Teja en el auditorio y conseguí obtener una copia en Internet del Liber Veneris y de Las Revelaciones del Emperador Inmortal. El Liber Veneris me pareció una obra barata y mal traducida, aunque no puedo decir lo mismo de Las Revelaciones del Emperador Inmortal, cuya obra evocó sentimientos que hicieron que en mí se resquebrajara aquello que los doctos de lo oculto llaman “quinta-esencia”, y me di cuenta de la verdadera naturaleza de mi ser. Fue entonces cuando dejé de asistir a las clases de periodismo para ir a ver a los estudiantes de Teatro, y ahí conocí a Amaya.

     La primera vez que la vi, estaba recitando los patéticos cantos de Reccaredus Magnus, “¡Alabada Madre Tierra! ¡oscura y selecta!”. Sin embargo, había algo en su semblante que me hacía percatarme de que era la mujer más hermosa que hubiera conocido. Al sorprenderla mientras ensayaba, tuvo un descuido y fue reprendida por la profesora. Después de eso, no pude resistirme a acercarme y mentir diciendo que me encantaba la forma en que recitaba los poemas de Reccaredus. Ella, de forma muy coqueta, añadió que me gustaría más si leyera los del tomo original. En ese momento, recorrimos el campus conversando sobre diversos temas, y yo le hablé del Emperador Inmortal, a lo que ella argumentó que era un mito, una farsa, psicología barata para ansiosos y deprimidos. Fue entonces cuando un rayo de sol se posó sobre sus cabellos rubios y ondulados, y pude contemplar por primera vez El Desierto.

     De arena blanquecina y con flores de un azul turquesa que susurraban “nomeolvides”, El Desierto Florido se extendía hacia mí en una noche estrellada. Sin embargo, cuando me dispuse a mirar la Luna, volví a mí mismo solo para encontrarme con la encantadora mirada de Amaya. Me sentía muy nervioso, sudando, así que me despedí argumentando que debía resolver algunos asuntos familiares, aunque era una mentira porque no tengo familia.

     Regresé a mi piso y el sueño me embriagó; al recibir el beso de Hipnos, pude contemplar una vez más el Desierto Exterior. Las arenas blanquecinas eran puras y las flores susurraban la dirección que debía seguir. Mientras caminaba, la luz de la luna golpeaba fuertemente mi nuca y al verla, pude admirar el rostro de la mujer más hermosa y perfecta, Amaya, a quien los ángeles llaman así.

      Así, solo contemplando la Luna y no el desierto, me dejé llevar y caminé, contemplando a mi diosa y amante, Amaya.

     Me encontraba sumido en un éxtasis de relajación cuando de pronto di un paso en falso y caí en lo que parecía ser una especie de mausoleo de mármol. El impacto fue muy fuerte, casi se sintió real, aunque sabía que estaba soñando. Salté del techo del mausoleo y pude ver que en las puertas abiertas para mí rezaba escrito “RECCAREDVS ANATOLIVS MAGNVS”.

     Al entrar, la pestilencia y el olor a muerte embriagaban el lugar, pero no sentía miedo, pues de alguna forma creía que, si hablaba con el poeta renacentista Reccaredus, podría descubrir cómo tocar el alma de Amaya con mis labios. Fue entonces cuando noté una trampilla, y al levantarla emergió de ella un gusano pálido, con fauces purpúreas. Era pequeño pero corpulento, y se dirigió rápidamente hacia el exterior, hacia el Desierto, moviéndose con una rapidez increíble

     Descendí las escaleras, impregnadas de incienso de mirra, hacia una luz tenue que poco a poco se hacía visible. Fue entonces cuando lo vi: de espaldas, con innumerables cicatrices en su cuerpo y una larga cabellera, solo cubierto por un taparrabos, se volteó revelando una máscara carmesí con cuencas oscuras. Con una risa sádica que me heló la piel, tomó una vela y la llevó frente a su máscara, mostrando unas cuencas completamente vacías.

     —¿Quién eres? —pregunté temeroso.

     —¡Soy el gran poeta y Sumo Sacerdote de Kybele y Artemisa de Éfeso! ¡El Gran Reccaredus Anatolius Magnus! ¡Proscrito digno de los Heraldos de la Penitencia y de su inmortal majestad! —gritó con voz aguda.

     Hubo un silencio. Yo estaba aterrado, intenté despertar cerrando los ojos, pero no pude. Reccaredus se sentó y susurró con voz grave:

     —¿Qué te trae a mi cripta en los desiertos de Anatolia? ¿O proscrito enamorado?

     En ese momento, me di cuenta de que estaba leyendo mis pensamientos, o quizá era evidente que no dejaba de mirar la luz de la luna que se colaba por la trampilla, recordándome a Amaya. Reccaredus se acercó, tomó mi mano, la suya estaba llena de cicatrices al igual que su cuerpo, y conversamos. Me enseñó el evangelio del dolor, mostrándome que el dolor dignifica y fortalece, y recitó poemas durante lo que para mí fue una eternidad llena de belleza. Por primera vez, oí los auténticos poemas del Liber Veneris de boca de su autor, aquellos que tanto le encantaban a Amaya.

     Finalmente, Reccaredus me ordenó marcharme, pero antes añadió:

     —Antes de partir, debes hacer una ofrenda de dolor. No se puede obtener nada de su inmortal majestad sin realizar una ofrenda a Venus.

     Me ofreció una de las flores azules que abundaban en su tumba. Supe de inmediato qué hacer: frente a nosotros, había un busto gigante cubierto de coral precioso. Clavé la flor en mi mano, provocando un sangrado, y restregué la mano por los corales del busto de la bella Venus que ahí yacía.

     —Vete en paz —me dijo Reccaredus, apagando la luz.

     Todo comenzó a derrumbarse al son de la risa malévola del poeta. Corrí frenéticamente hacia la salida. Cuando llegué al desierto y me volví, pensando que todo estaría destruido, las puertas del mausoleo estaban cerradas y un gusano gigantesco custodiaba la entrada, sus fauces resonaban como truenos en mis oídos.

     Corrí aterrado mientras el gusano emergió de la arena y me persiguió. Recordé el Canto XIII del Liber Veneris: “Los gusanos mendigos no son de temer, pues Rey hay uno solo e inmortal es él”.

     Cerré los ojos, vi la Luna, vi el rostro de Amaya y finalmente desperté en mi habitación, completamente sudado. Al mirar mi mano, encontré un polvillo blanco similar al del Desierto.

     Después de todo lo vivido con el poeta Reccaredus Magnus, supe inmediatamente qué haría al día siguiente

     Fui a la Universidad con un ramo de flores “nomeolvides”, listo para dirigirme al aula de Teatro, y allí estaba Amaya. Sin embargo, lo que vi no me gustó. Estaba con un chico, uno que recordaba haber visto con Leopoldo Teja. En ese momento, recordé las cuencas vacías del poeta loco, susurrando en mis oídos:

“Y el otro pecado del mundo fue tratar de seducirme. Me ofreció un oro que brillaba como el ojo de Ra. Me otorgó un lapislázuli azul como las aguas del Nilo. Yo me abstuve de tomarlo. En mi cólera, encaminé al mundo hacia las entrañas de Ammit, hacia las tinieblas inefables de la Amduat. Era un destino augurado, un destino predeterminado e inevitable”.

“No hay mayor trampa que la vanidad”

    En ese momento, todo cobró sentido. Él seguramente era un artista, un pintor vanidoso. No pude soportarlo más. Saber que su vanidad había atrapado a Amaya me hizo desear quitarle la dicha de respirar. Me abalancé corriendo hacia él y comencé a asfixiarlo, deteniéndome solo cuando escuché a mi Amaya llorar. Lloraba, todos la veían llorar. “Flores, Amaya”, “Flores”, “Las envía Reccaredus”, dije. “Yo te amo, Amaya”. Todos a mi alrededor me miraban, viendo las flores completamente marchitas por los golpes. Nadie, excepto yo, entendía lo que estaba pasando.

     Desde ese día, nada fue igual. Me recluyeron en un hospital psiquiátrico, pero al menos me consuelo cada noche yendo al Desierto Exterior después de contemplar la Luna, que no es otra que Nyx y a la vez, mi amada Amaya. Algún día, el mausoleo de Reccaredus Anatolius Magnus dejará de estar custodiado y estará abierto. Cuando ese momento llegue, realizaré una ofrenda tan grande por mi amante que me volveré un proscrito digno de su amor. No me olvidará nunca más y no mirará a nadie cuando esté conmigo.