El Testamento de Eric Krause

     EL TESTAMENTO DE ERIC KRAUSE

POR RICARDO MEYER


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     Dios no puede duplicar el odio que siento hacia nuestra especie, pero no puedo decir que os odio más a vosotros que a mí mismo, pues por vosotros solo siento un profundo asco. Habéis infestado mi huerto de ideas, habéis exprimido cada gota de cordura que alguna vez albergó mi mente. ¡IÄ! ¡IÄ! ¡Shub-Niggurath! Es fácil hacerlo, pero no es fácil comprenderlo, ¿verdad? Pues las supersticiones no perecen sin antes quebrarse en el suelo, acompañadas del lamento de las viudas de Hamburgo, que nunca más vieron un futuro para sus hijos tras el mal que emergió de Siberia. ¡IÄ! ¡IÄ! ¡SHUB-NIGGURATH!

     ¿Entendéis la magnitud de la situación? No, porque vuestras mentes son torpes y han estado cegadas desde el día de mi muerte. ¿He perdido la efigie de plata? No, no la he perdido. La arrojé yo mismo a los desechos, donde pertenece, pues no podía soportar más la visión de esa efigie de un Cristo decadente. Porque, si existiese un Cristo, ese sería yo, ungido por el dolor de mi madre y avivado por el fuego de los indios, cuyos oídos lo último que oyeron fue la procesión de La Apertura de ‘Umr At-Tawil.

     Permanezco aquí, en este rincón de los muchos rincones oscuros de la Tierra, donde nadie podrá encontrarme, ni mucho menos obligarme a enfrentar a las Keres por segunda vez. No está muerto lo que yace eternamente, pero yo morí y aquí permanezco, como un entretejido de las Moiras deshilachado por un bastardo al que los sabios llaman La Numinosidad. Aun así, sea como fuere, solo quiero que sepáis que el odio que siento por vosotros es tan vasto que de mí no volveréis a saber más. Sin embargo, siempre que lo desee, puedo visitaros a través de los miles de umbrales que existen en el mundo, cubrirme con polvo de yeso y ser vuestro ídolo personal, aquel que amáis, al que rezáis y que nunca olvidáis.



Dios Salve al Rey

  DIOS SALVE AL REY

POR RICARDO MEYER



“Alemania es un joven imperio en crecimiento (…) al que la legítima ambición de los patriotas alemanes se niegan a asignar límite alguno”.

Kaiser Wilhelm II


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     Bajo el velo de sombras que envolvía los vestigios de lo que alguna vez fue el mundo, deambulaba junto a mi hermana por las desoladas calles en dirección a nuestro encuentro con George. Este robusto y torpe muchacho, sin embargo, representaba la única manifestación de la niñez que persistía en este desolado universo. Al divisarlo, su rostro ungido por los restos de un helado, se inclinó en un intento de besar a mi hermana, quien, aunque evidenciando su disgusto, no opuso resistencia. George, el último vástago de una humanidad extinta, ostentaba la descendencia de los propietarios de este mundo desvanecido.

     Le compartimos detalles de nuestra familia, evocando los recuerdos de nuestra madre, como es común en estos tiempos desprovistos de historia. George, entre sorbos de una efervescente Coca-Cola, nos dirigió su atención con una enigmática advertencia: "Cuando te sientas en problemas... sé quién puede ayudarte". Mi mente anticipó la mención de Cristo, evocando una fugaz sensación de bienestar, forjada en la crianza luterana que precedió al ocaso del mundo. Sin embargo, la efímera satisfacción cedió paso a la inevitable decadencia.

     "Cuando te sientas mal, solo grita ¡REY CARLOS!", profirió George antes de despedirnos. Regresando a casa, nos encontramos con el tejido deshilachado del vestido que madre confeccionaba para mi hermana. Alaridos desgarradores llenaron el aire, y frente a nosotros, un crucifijo colgado en la pared captó nuestra atención. En él, las manos del Salvador, su semblante, sus pies y los clavos que lo atravesaban, habían sido suprimidos para dar lugar a las herejes figuras del Tarot de Marsella. La corona de espinas que envolvía su rostro cedía ante los misteriosos arcanos.

     En medio del caos de gritos y lágrimas maternales, resonaba un único nombre en mi mente: "REY CARLOS". Intenté evocar la imagen de Cristo, pero me resultó imposible; el dolor que experimenté fue indescriptible. Traté de reconectar con el mundo que había conocido, pero mis esfuerzos fueron en vano. La cacofonía culminó abruptamente, el crucifijo profanado desapareció y, al recobrar la consciencia, descubrí que en lugar del crucifijo profanado, ondeaba una Union Jack: la bandera del Imperio Británico.