"PIG"

“PIG”

POR RICARDO MEYER


 

 

Tú, que incluso al leproso y a los parias más bajos

Sólo por amor muestras el gusto del Edén,


¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!


Baudelaire.




* * *



     En los pliegues oscuros de mi linaje, no hallaréis rastro alguno de las añejas costumbres que aquejan a las gentes rurales. Desciendo, por así decirlo, de aquellos colonos que, en su afán por hallar una nueva patria, sellaron un juramento inquebrantable con estas tierras. Mas en este rincón austral de Chile, hallábase una horda de individuos cuyos usos y tradiciones me resultaban execrables y brutales. Un cruel cóctel de sangre mestiza, producto de la fusión con los nativos, engendró una ralea de ignorantes dedicados a deleitarse en placeres efímeros, como el néctar ardiente del alcohol y el pecado seductor de las calles sombrías.

     Así pues, en estas festividades patrias, es ineludible observar cómo estas conductas viciosas se multiplican, especialmente en la vastedad del campo. La matanza de animales para los asados es una práctica común en estos tiempos, al igual que la embriaguez desenfrenada. No obstante, mi familia, abrazando la moral y la decencia, se mantiene impoluta en medio de la decadencia circundante. Mis vecinos, en cambio, verdaderos parias de la civilización, llevaban ya dos días consecutivos sumidos en una borrachera interminable y una orgía de depravación sin igual.

     De súbito, a uno de los más obtusos entre ellos, en medio de aquella bacanal de alcohol, le surgió la idea perversa de iniciar un juego macabro: "quién mataba primero al chancho". Así dio comienzo una escena dantesca y abominable; en lugar de abordar la tarea con la destreza de un campesino sensato, aquellos hombres se dedicaron a jugar con el pobre animal, propinándole crueles golpes de martillo mientras se tambaleaban en su embriaguez, tan solo para determinar quién lo apagaría primero. Los aullidos desgarradores del cerdo me oprimían el alma, un tormento insoportable que provocaba en mí un dolor profundo. Era una práctica completamente aberrante, ajena a toda razón y humanidad.

     Pasaron casi veinte minutos agonizantes, y el angustioso ulular del cerdo persistía en el aire. Afortunadamente, no tuve que presenciar la escena, aunque no podía escapar de los desgarradores sonidos que llenaban mi habitación. La impotencia me carcomía, y en ese instante, me vi forzado a recurrir a una práctica cuestionable, una que había jurado no volver a utilizar desde los tiempos de mis ancestros en Baviera, aunque en estos días ya no se considerara ilegal.

     Saqué el libro, que mantenía cuidadosamente guardado en una vieja caja archivadora. Me había prometido a mí mismo no retomar esas artes oscuras, pero sentí que no tenía otra opción. Realicé el encantamiento siguiendo las indicaciones del libro, empleando anís, frankincense y un trozo de carne de cerdo que encontré en el refrigerador. Luego, lo despaché en el cruce de caminos cercano a la residencia de mis vecinos ebrios, tal como prescribía el antiguo tomo.

     El día había transcurrido aparentemente normal después de aquel horrendo acto que presencié. Finalmente, lograron poner fin a la vida del cerdo, y yo, exhausto por la angustia, conseguí descansar en una breve siesta reparadora.

     Sin embargo, cuando desperté a las nueve de la noche, tuve que simular un sobresalto repentino, aunque ya conocía el macabro desenlace. El patriarca de mis vecinos, el execrable viejo Haro, se había arrebatado la vida con un revólver, y antes de cometer tal acto atroz, había disparado contra su primogénito. Por fortuna, el hijo menor logró escapar ileso y, al contar su espeluznante relato a las autoridades, proclamó: "¡Mi padre vio al cerdo, vio al hombre con cabeza de cerdo!".




Los Viejos Creyentes

LOS VIEJOS CREYENTES

POR RICARDO MEYER

 

 

 

“Me besas, te besó Dios. Tú te acuestas conmigo, tú te acuestas con él”.

Grigori Rasputin

 

 

* * *

 

     En un día común y corriente en las lejanas y desoladas extensiones de la región de Magallanes, en la República de Chile, José Ramón Krause experimentó una profunda inquietud. Este erudito se encontraba inmerso en investigaciones de naturaleza personal en medio de un entorno hostil, rodeado de inmigrantes croatas. Krause se esforzaba por mantener un perfil bajo, consciente de su notoriedad debido a sus excentricidades y su devoción por las artes ocultas. Sin embargo, el hombre tenía serias dudas de que entre la variopinta multitud que lo rodeaba hubiera alguien capaz de adentrarse en los misterios de lo oculto. Pero, en su escepticismo, estaba gravemente equivocado.

     Decidido a aplacar el gélido abrazo del clima magallánico, José Ramón Krause buscó refugio en una taberna local con la esperanza de encontrar los licorosos brebajes de hierbas que su difunta abuela solía destilar en las tierras de Frutillar. La carestía de opciones lo sorprendió, pues allí solo ofrecían cerveza barata y fernet, sin rastro de ningún licor de mayor fortaleza, ni siquiera una botella de vodka para calentar su alma teutónica. La extraña indumentaria de los presentes, caracterizada por la vestimenta gaucha, revelaba vínculos con las costumbres argentinas que habían sido asimiladas y sincretizadas en esta remota región. Su llegada, ataviado en un oscuro abrigo y su figura esquelética, no pasó desapercibida y suscito cierta inquietud entre los parroquianos, aunque no llegó a niveles alarmantes. Un comentario humorístico, cargado de un humor de frontera, brotó entre los presentes: "¡Y pensar que creíamos que no había nadie más aterrador que el viejo Ivo!". Este enigmático apelativo, junto con el eco de la raíz croata en el nombre, capturó la atención de Krause. Intrigado, inquirió sobre este enigmático "Ivo" entre los nativos magallánicos, empleando el soborno de generosas rondas de fernet para desentrañar el misterio que se cernía sobre él.

    El misterioso anciano, conocido como el viejo Ivo, había llegado a estas tierras remotas desde Yugoslavia hacía ya demasiado tiempo, una data que se volvía cada vez más imprecisa a medida que se retrocedía en el tiempo. Nadie podía afirmar con certeza si tenía familia o parientes en la región, y su presencia siempre se había mantenido rodeada de sombras. Los nativos, fieles a la fe católica, evitaban la capilla local debido a su presencia inquietante y los ritos inescrutables que él llevaba a cabo en el lugar. Esta capilla, una vez bendecida por sacerdotes católicos, había quedado prácticamente abandonada, relegada al ostracismo por el temor que infundía.

     El enigma del viejo Ivo se acentuaba con su trasfondo religioso: además de profesar la fe cristiana ortodoxa, su comportamiento adquiría una perturbadora singularidad. En un siniestro sincretismo, mezclaba sus creencias ortodoxas con prácticas oscuras, supuestamente aprendidas en las inhóspitas tierras de Siberia. Las sombrías revelaciones que Krause recogía durante sus investigaciones comenzaban a tejer una telaraña de conexiones en su mente. Las elucubraciones lo condujeron a la inquietante noción de que el enigmático Ivo podría guardar algún vínculo con el croata que, en tiempos lejanos, arribó a la Patagonia portando una copia manuscrita del Occulta Cogitatonium Liber. Junto con el difunto colono alemán Mikhael Meyer, estos individuos fueron los pioneros en introducir las antiguas tradiciones de brujería europea y los Aquelarres a estas tierras apartadas. Sin embargo, el perturbador paralelismo residía en el hecho de que Mikhael Meyer también trajera consigo una copia del ominoso Unaussprechlichen Kulten del infame Friedrich Wilhelm von Junzt. Estas conexiones oscuras comenzaban a entrelazarse como hilos invisibles en la mente obsesiva de José Ramón Krause.

     Krause logró desentrañar la ubicación de la morada del enigmático Ivo con una facilidad que lo desconcertó, y para su asombro, no se encontraba en algún rincón perdido o aislado de la población. De hecho, estaba ubicada a una distancia sorprendentemente cercana al centro del pueblo. La cabaña, al acercarse, aparentaba estar en un estado de conservación aparentemente óptimo, a excepción de un fenómeno inexplicable. Un frío sobrenatural y un perturbador olor a azufre se desprendían del lugar. A pesar de la inquietante sensación que esto le provocaba, Krause optó por relegar estos detalles perturbadores al reino de su propia psique, atribuyéndolos a su propia susceptibilidad sensorial, la misma que había sido trastornada por sus años como ocultista y miembro de la Orden y Proceso de la Estrella Plateada.

     Frente a la ominosa puerta de la cabaña, esta se abrió sin previo aviso, revelando la figura espeluznante del mismo Ivo. Su piel pálida y demacrada, acentuada por una curiosa joroba, producía una imagen que helaba la sangre. Ivo, con voz fría y monótona, declaró que había estado esperando a Krause y le instó a entrar sin demora.

     El interior de la cabaña era un espectáculo dantesco, un caos oscuro que desafió toda lógica y razón. Manchas siniestras, que bien podrían ser sangre, se esparcían por las paredes y el suelo. Flagelantes y otros instrumentos de tortura y sufrimiento yacían esparcidos, como reliquias de un culto macabro. Una estantería destartalada sostenía tomos esotéricos que emanaban una presencia maligna, entre los cuales, Krause distinguió con horror el ominoso Occulta Cogitatonium Liber. Sus temores se confirmaban, el enigmático Ivo era, sin lugar a duda, el legendario brujo croata que había inscrito las siniestras prácticas de los jlystý en la Región de Magallanes. Krause no experimentaba el rechazo que uno esperaría al enfrentarse a la grotesca escenografía de la cabaña ni al misterioso Ivo en sí. En lugar de ello, su mente se veía invadida por una mezcla retorcida de interés morboso y una ominosa curiosidad.    Atravesó el umbral sin titubear, adentrándose en la oscuridad de la morada del brujo. Juntos, se sentaron frente a una tosca fogata alimentada por una rudimentaria estufa siberiana y entablaron una conversación que se prolongó durante largas horas.

     Durante el desarrollo de la conversación, Krause se empapó aún más de los secretos de los jlystý y, asimismo, de la figura de Rasputín, uno de los miembros más prominentes del culto y, en cierta medida, quien lo reveló a los profanos. Ivo se sintió cómodo en la presencia de Krause, y esta comodidad era recíproca, a pesar de la aversión latente que el alemán albergaba hacia los croatas, una rivalidad arraigada entre los colonos germanos y este enigmático grupo.

     Antes de despedirse, el anciano Ivo le obsequió a Krause un manuscrito en un humilde cuaderno de dibujo, cuyas páginas mostraban señales de un largo abandono y un uso agreste. Krause aceptó el presente con una mezcla de expectación y temor, antes de abandonar la cabaña y emprender el regreso a su alojamiento en el hostal del pueblo. No obstante, en el instante en que dejó atrás la morada de Ivo, sintió cómo los fríos vientos, similares a los que había experimentado en sus más íntimos sueños con Ithaqua, lo seguían con su abrazo de sombras, persiguiéndolo en la más absoluta oscuridad. El misterio se profundizaba, como las raíces del horror que habían germinado en esa región apartada.

     Al llegar al hostal, Krause se dirigió directamente a su cuarto y desplegó el misterioso manuscrito que le había obsequiado Ivo. Las páginas del cuaderno albergaban dibujos de naturaleza retorcida, cuya simplicidad podría ser comparada con los trazos de un niño de seis años. Sin embargo, dadas las circunstancias y la naturaleza de Ivo, recordó el caso de Aleister Crowley, cuyos dibujos y pinturas habían sido una ventana a una mente perturbada y siniestra.

     Entre los garabatos y símbolos ininteligibles del cuaderno de dibujo, Krause comenzó a descifrar algunos términos y frases. Aunque la mayoría del texto estaba en cirílico, algunas palabras lograron traspasar la barrera de lo desconocido.

     Distinguía referencias a deidades que le resultaban extrañas y siniestras. "Yarilo", un dios solar eslavopagano, se insinuaba en las páginas, pero su representación en este contexto se tornaba ominosa. "Rusalka", una criatura de los mitos eslavos estaba vinculada a los profundos de las aguas y a los espíritus vengativos, lo cual le recordó al Padre Dagón. "Sadoqua", un nombre que parecía surgir de los abismos mismos del tiempo el cual no resonaba en ninguna tradición conocida por la mente de Krause, inculcándole un sentimiento de profundo terror o, más bien, desconcierto al no poder resolver dicho enigma.

     Sin embargo, lo que más lo perturbó fue la variante inquietante de la deidad tutelar de la familia Krause, que figuraba en el cuaderno como "Yok-So-tot". Era como si su árbol genealógico se entrelazara con las pesadillas de otro mundo, un eco de una antigüedad que no debería haberse desvelado. Las palabras circundaban estos nombres, formando letanías y conjuros que se deslizaban entre las sombras de la mente de Krause como serpientes de humo. Una frase, escrita en español, llamó su atención:

"Cuanto más grandes sean los pecados más le satisface a Dios perdonarlos"

     Cuando finalmente dejó el cuaderno a un lado, la fatiga comenzó a envolverlo, como una capa de niebla densa que precedía sus viajes oníricos. Cerró los ojos y se entregó al beso de Hypnos, el antiguo confidente, preparado para adentrarse en los abismos de sus propios sueños y enfrentar los secretos que estos podrían revelar.

 

* * *

 

     Mientras deambulaba por las misteriosas tierras de Celephaïs, Krause sintió la necesidad de compartir su inquietante experiencia con Kuranes, quien era conocido por su inusual conocimiento y conexión con los Antiguos Misterios. La respuesta de Kuranes, típicamente reflexiva y llena de sabiduría, lo tomó por sorpresa. El mencionó que involucrarse más profundamente en los asuntos relacionados con Ivo podría atraer la atención del Caos Reptante. Además, le recordó a Krause los votos que había hecho en relación con Yog-Sothoth, el Todo en Uno y el Uno en Todo, así como al Señor de las Puertas entre los Mundos.

     Los recuerdos de los rituales que Krause solía realizar en Cornwall lo invadieron de repente. Intentó revivirlos, pero algo le impedía lograrlo. La advertencia de Kuranes resonaba en su mente, y no tanto por temor a romper sus votos, sino por el recuerdo de la familia Meyer. Los Meyer, quienes habían introducido el culto a Yog-Sothoth en las tierras del sur de Chile que fueron pobladas por los colonos alemanes, eran una fuente de temor constante. Se había enterado de que Bertoldo Meyer, además de sus oscuros vínculos con el nazismo y las reuniones clandestinas de simpatizantes durante la Segunda Guerra Mundial, había empleado hechizos del Necronomicón, como el Aklo Sabaoth, para castigar a quienes osaran romper sus votos o desafiar la influencia de La Llave y la Puerta.

     Después de su conversación con Kuranes, Krause se encaminó hacia Ulthar, pero notó un comportamiento inusual por parte de los habitantes. Evitaban su mirada y se alejaban de él como si fuera portador de alguna maligna influencia. Un anciano sabio le confió que una oscura esencia, relacionada con los tiempos del eclipse que marcó el pueblo en la época de Barzai el sabio, lo estaba siguiendo. Esta revelación lo llenó de un terror abrumador, ya que conocía la historia de Ulthar y su conexión con los dioses exteriores que custodiaban a los dioses débiles de la tierra.

     El terror que lo invadió en ese momento lo empujó al límite de lo soportable. Finalmente, en medio de la noche, despertó sobresaltado. Pero antes de recuperar la conciencia por completo, tuvo un último y espantoso vislumbre en su sueño. Se volteó y, en las sombras que lo rodeaban, pudo distinguir la figura difusa y abominable de una presencia primigenia y ominosa. La mera contemplación de esta entidad indescriptible le llenó de un miedo que solo los seres de pesadilla podían inspirar. Para finalmente escuchar el eco de un susurro que terminó por sentenciar su temor: “Yr Nhhgr”.

     Aunque en parte se sintió aliviado al despertar y darse cuenta de que su encuentro con la figura abominable había sido aparentemente un sueño, su conocimiento en las artes ocultas y oníricas le decía que las fronteras entre la realidad y los reinos de pesadilla podían ser tenues y traicioneras. Se esforzó por calmarse en su lecho, pero la paz le fue arrebatada de inmediato cuando, a los pies de su cama, encontró a la misma figura ominosa que había vislumbrado en su pesadilla, solo que esta vez, la presencia era más perturbadora y real que nunca.

     El hombre alto, de barba larga y vestido en tonos negros, estaba erguido con una majestuosidad ominosa. Krause, esforzándose por mantener la calma, comenzó a recitar letanías en su mente, intentando invocar la protección de los oscuros poderes a los que se había aferrado en sus exploraciones de lo desconocido. Sin embargo, antes de que pudiera articular una palabra, la figura del Oscuro rompió el silencio y respondió con una amenaza que hizo que el corazón de Krause se hundiera en la insondable oscuridad:

“Retírate de estas tierras y jamás te atrevas a entrometerte en los asuntos de los Viejos Creyentes ni de la Gente de Dios. Si vuelvo a presenciar la profanación de la sagrada esencia de cualquiera de los nuestros por tus supersticiones y delirios, te advierto solemnemente, jurando por el mismísimo Yok-So-tot, que velaré personalmente por que tu estirpe sea erradicada del Libro de la Vida”.

     El Oscuro se desvaneció en ese mismo instante, dejando a Krause en un estado de inquietud y confusión. Sin embargo, cuando Krause partió de las tierras de Magallanes al día siguiente, lo hizo con una extraña sensación de tranquilidad. Sabía, en lo más profundo de su mente racional, que mientras no regresara a estos lugares con la intención de desenterrar y restaurar los misterios y enigmas de Chorazos, no enfrentaría ningún peligro.

     A medida que se aproximaba al archipiélago de Chiloé, una última visión lo dejó pasmado. Cuando volvió la vista atrás, divisó al Oscuro, que lo observaba con un tono amenazante, pero al mismo tiempo sagrado. Un resplandor ominoso y divino emanaba de su figura, como si estuviera ungido por un espíritu santo de los proscritos, quizás más sagrado que el mismísimo Cristo, si es que no era uno de los múltiples Cristos que habían existido en la vastedad de los misterios. Este resplandor sagrado provocó en Krause una sensación de devoción innata, y en su corazón, pudo intuir que las esencias de los Viejos Creyentes y las tradiciones de la mítica Siberia aún persistían, incluso en estos rincones más recónditos y oscuros de la tierra.


Quid pro quo

QUID PRO QUO

POR RICARDO MEYER

 

 

 

"El mal nunca reposa: se está gestando, nuestra condena yace en nuestro pasado, en los pecados de nuestros antepasados, que no se ríen del Diablo porque también sería burlarse de Dios. El precio de levantar el velo y vislumbrar el rostro de Pan es elevado y es real”.

Arthur Machen

 


* * * 


     Lenka Moretic tuvo una infancia difícil, como cualquier croata que no sabe cuál es su patria. Sin embargo, se sentía feliz de poder haberse asentado en una de las muchas islas al sur de Chile. Había comprado una pequeña casa en un pueblo de esos que pareciera que ya no existen y había iniciado un emprendimiento vendiendo papelería y otros artículos de oficina. Era muy bien recibida por los vecinos, quienes en su ignorancia pensaban que por ser extranjera era de “clase alta” o tenía “prestigio”.

     Había escrito un par de novelas de amor en su juventud en Yugoslavia, pero a pesar de que las exhibía en su tienda, nadie las compraba ya que la gente de esos lares mostraba carencia de interés por la literatura en general. Un jovencito, bastante joven en verdad, solía acudir a la tienda de Lenka en busca de papel y diferentes artículos de oficina. Este muchacho era algo extraño, no aparentaba más de dieciocho años, pero su forma de vestir era la de un anciano de la aristocracia. Tenía frente amplia y una piel pálida y esquelética. Lenka nunca vio maldad alguna en aquel joven, pero sentía curiosidad sobre su vecino.

     Un día fue a la tienda de abarrotes local y vio que aquel joven había comprado muchos tarros de café, al irse, Lenka preguntó a la cajera por el muchacho. Esta manifestó temor de inmediato, le dijo que hay cosas que Dios prefiere no hablar. Esta frase le causó algo de perturbación a Lenka, sabía que la dueña de esa tienda de abarrotes era adventista y muy creyente en Dios, pero no entendía cómo un simple muchacho podría hacerle decir una frase tan profunda.

     Una vez que el muchacho fue a la papelería, que sería la última vez que iba, Lenka decidió iniciar conversación ya que ya había venido otras veces y no le pareció desubicado conversar. Le preguntó a qué se dedicaba, a lo que él respondió tartamudo y algo nervioso: "ayudo gente". Lenka quedó intrigada ante eso, le dijo que lo invitaba a tomarse un café ya que ese día estaba lloviendo y porque, a pesar de todo, eran vecinos. El muchacho accedió.

     Una vez dentro, el muchacho cambió su semblante por uno bastante extrovertido, al verse fascinado por la cantidad de objetos que Lenka trajo de Europa del este. Lenka fue hablándole poco a poco de las diferentes características de los objetos que tenía, el joven mostró modales y prestó atención en cada detalle. Lenka lo hizo pasar a su despacho, donde tenía sus libros. En este momento, el semblante del joven rayó en el desquicio al verse ante tan amplia biblioteca de tomos de tapa dura. A pesar de que la gran mayoría estaban en cirílico, había uno que el joven reconoció sin siquiera ver la portada.

     La reacción del muchacho fue bizarra y algo violenta, comenzó a ofrecerle a Lenka sumas de dinero elevadas por ese libro. Al inicio, la forma del regateo parecía normal, pero poco a poco fue tornándose hostigante y obsesiva. Lenka, sin intención de mostrar malos modales, le seguía la conversación, pero estaba muy incómoda. Finalmente, cuando el muchacho se fue, le dijo que reconsiderara lo del libro, ya que a pesar de que estaba en su biblioteca, a ella no le pertenecía.

     El muchacho se fue y cuando Lenka quedó sola, se preguntó qué cosa había atraído tanto a ese joven por ese libro. Fue a verlo, no recordaba aquel volumen en su colección, le pareció extraño y sentimientos similares al déjà vu le vinieron a la mente. El libro era de bolsillo, estaba estampado en un cuero barato y en la primera página figuraba con la típica imprenta del siglo XIX el título "Occulta Cogitationum Liber". Lenka asumió que era latín, pero el resto del libro estaba en lo que parecía ser un dialecto alemán. Comenzó a hojearlo, sintiendo un asco y tristeza que el libro le transmitía. Las páginas no tenían ilustraciones y parecían estar escritas en verso, por lo que pensó que era un poemario. Aun así, página tras página, Lenka fue sintiéndose cada vez más incómoda, observada y asqueada.

     Un día, Lenka descubrió donde vivía el muchacho en un paseo que decidió tomar por el pueblo. Era una casa en lo alto de un pequeño terreno montañoso, con una entrada amplia y un portón negro. La casa parecía estar alejada de las demás casas que carecían del estilo teutón de esta. Lenka inmediatamente recordó el libro y sintió un impulso en llamar al timbre. Cuando estuvo a punto de hacerlo, una visión sagaz la perturbó por completo. En lo que pudo haber sido un segundo, pero para Lenka fue una eternidad, se vio a sí misma sumida en una habitación oscura inundada por olores que podía ver y sonidos que podía tocar, todos estos eran asfixiantes y repulsivos.

     Había distintos artefactos que parecían ser de un calabozo, así como algunos frascos para química de los cuales emanaba un olor repugnante. En ese momento, Lenka se encontraba en un estado de total confusión y desesperación, no sabía cómo había llegado ahí. El muchacho apareció de entre las sombras, pero era diferente. Vestía un traje típico de la nobleza alemana y austríaca del siglo XX y la presencia de Lenka era casi invisible. El muchacho tomó un libro que se encontraba ahí, era el libro que poseía Lenka, en ese momento se dirigió a donde ella y leyó uno de los poemas que ahí se encontraban en un castellano perfecto:

Del cielo y el infierno surgen secretos,
Por razas mestizas, profanados son.
¡Iä! Mater Khthonia, oscuros y selectos,
Telúrica condena, ejerce su pasión.

Castiga al fellá, oh Anh-Ohd, sin tregua,
Yr Nhhrgr, Yr Nhggr, que las tinieblas crezcan,
Que en sombras etéreas sus almas se anegan,
En abismos ancestrales sus seres perezcan.

     En ese momento, la visión de Lenka se distorsionó, y un sinfín de imágenes de extraños seres y extrañas civilizaciones parecidas a sacadas de otro mundo pasaron por su mente, y finalmente se desvaneció.

     Lenka despertó en una cama de hospital, aturdida y confundida por lo que había experimentado. En su ficha clínica, se registraba que sufrió un ataque epiléptico y fue encontrada por una familia a las afueras de su residencia, en medio de una lluvia torrencial, quienes alertaron a la ambulancia. Pero desde aquel episodio, Lenka ya no era la misma; se había perdido en una realidad distorsionada. Los médicos la calificaban de catatónica, mientras ella se sumergía cada noche en aquellos mundos habitados por los seres que aquella visión catastrófica le había revelado. Se repetía el extraño poema, como una letanía, y con el tiempo, adquirió un conocimiento cada vez más profundo del significado de esas palabras.

     Después de muchos meses de intensos esfuerzos por parte de los médicos, Lenka fue dada de alta y regresó a su hogar. Sin embargo, al entrar, se encontró con una escena desoladora: el lugar estaba inundado por un polvo blanquecino y un aire espeso, que le provocó náuseas. Aunque tenía el libro de su visión, decidió dejarlo en su lugar.

     Un día, una criada vestida con ropas veliches se acercó a la papelería de Lenka, portando un mensaje en una nota.

 

      Estimada Srta. Moretic:

     Es con profundo pesar que me dirijo a usted para expresar mis más sinceras disculpas por el infortunio que ha experimentado en mi laboratorio. Reconozco que las personas de su procedencia pueden tener sus creencias y supersticiones arraigadas, y lamento si mi enfoque científico y riguroso resultó perturbador para su sensibilidad.

     En mi afán por asistirla, traté de ofrecerle ayuda, como pudo haber observado, pero comprendo que nuestras diferencias culturales y perspectivas pueden haber llevado a una incomprensión lamentable. Fue con la mejor de las intenciones que solicité la intervención de las autoridades para garantizar la protección de ambas partes involucradas.

     Por favor, permítame expresar mi deseo más sincero de que, sin ánimo de ofender, se retire de mis tierras. Mi interés reside en mantener la armonía y el equilibrio en este lugar, y considero que una distancia prudente entre nosotros podría evitar futuros conflictos. Le ruego, en todo respeto, que decida partir a la brevedad.

     Con respecto al libro en aklo, queda en su completa libertad decidir su destino. No deseo ejercer influencia alguna sobre su elección al respecto. Mi única solicitud es que, al marcharse, se lleve consigo todo aquello que le pertenezca.

     Le reitero mis disculpas si mi mensaje previo pudo haber sonado intimidante, lo cual nunca fue mi intención. Anhelo que esta misiva sea recibida como una invitación a la paz y al entendimiento mutuo.

     Con el mayor de los respetos,

     Ricardo II de Bavaria

 

     Al leer la nota por última vez, Lenka se sumió en una profunda despersonalización de la realidad misma. Cuando finalmente volvió en sí, sintió una urgencia incontrolable de entregar el misterioso libro al muchacho en cuestión, lo cual hizo por correo postal. Sin demora, empacó todas sus pertenencias y llamó a su hermano, quien residía en la capital. Acto seguido, compró un boleto de avión, sin importarle la hora ni el día, solo ansiaba abandonar la isla cuanto antes.

     Pese a encontrarse lejos de esa austral tierra, Lenka jamás recuperó su antiguo ser. En sueños, era asediada por seres portadores de una inquietante marca, y en cada pesadilla, vislumbraba al Barón Apostata, quien se había convertido en el amo de su mente, el causante de su tormento. El libro, del que aquel joven le advirtió que no le pertenecía, había desaparecido de su vida, al igual que cualquier rastro del pasado. Por obra del destino, su viaje la llevó a esos parajes australes en busca de una nueva vida, pero sin saberlo, la estirpe de Nerón la había condenado a perpetuos sueños en mundos de locura, donde la esperanza se desvanecía con cada amanecer.

     A pesar de todo, Lenka aferraba la esperanza de despertar y liberarse de la oscura influencia que la atormentaba, anhelando que todo llegara a su fin. Pero, en lo más profundo de su corazón, sabía que el sello de los Antiguos Dioses y el inquietante Duque de Bavaria la perseguirían hasta el fin de sus días.


Cai-Cai

CAI-CAI

POR RICARDO MEYER

 

 

 

"No es verdaderamente valiente aquel hombre que teme ya parecer, ya ser, cuando le cuadra, cobarde”.

Edgar Allan Poe


 

* * *

 


  Siempre fui objeto de burlas y desprecio en la Escuela, todo por mi apellido indígena, mi tez oscura y el hecho de carecer de un apellido paterno. Mi madre, con su voz serena y sabia, me instaba a ignorar las crueles palabras, recordándome que mi linaje poseía una herencia ancestral arraigada en la ñuke mapu misma, algo de lo cual debía enorgullecerme. Para mí, resultaba absurdo que un apellido pudiera conferir prestigio, ya que consideraba que mi valía como individuo se sostenía en mis logros y virtudes. En la Escuela, destacaba por mis sobresalientes calificaciones y por haber ganado varios concursos de arte a nivel regional, entre otros logros positivos. A pesar de ello, siempre estaba aquel chico extraño. Si bien poseía un apellido prestigioso del cual se valía para humillar a otros, demostraba una inteligencia comparable a la mía, su semblante oscuro y su aire misterioso lo envolvían en una atmósfera inquietante. La gente sabía que no era nativo de la isla, pero él y su familia ya llevaban un tiempo residenciados acá. Era supersticioso y mostraba una extraña fascinación por las leyendas locales, especialmente aquellas más lúgubres y misteriosas.

  Todo adquirió un tinte ominoso cuando, en un ataque de obsesión, comenzó a hostigarme con una serie de preguntas sobre mi apellido y mi padre. Le dije que mis dos apellidos eran los de mi madre, omitiendo el apellido como tal por miedo a sus burlas, y que desconocía por completo la identidad de mi padre. Fue entonces cuando sus deducciones irracionales comenzaron a fluir, hablando sobre mi color de piel, mi cabello, mis ojos y hasta "mi olor corporal". Aquella conversación fue inquietante e incómoda, y aunque su actitud parecía más la de un demente que la de un individuo sano, había algo en su discurso que me inquietó profundamente, como si ocultara un secreto de oscuros presagios.

  Esa misma noche, el manto de sueños siniestros se cernió sobre mí, llevándome a un encuentro onírico con mi padre. Nos hallábamos juntos en un bosque sombrío, encaramados en un árbol, mientras una enigmática y apuesta jovencita cruzaba por allí. Un encuentro turbador se desató cuando mi padre la sumió en un estado de confusión y desasosiego, aunque los detalles se desvanecieron en la bruma de mi memoria al despertar.

  Al amanecer, en la Escuela, las miradas furtivas y los susurros ocultos entre los estudiantes me alertaron sobre una extraña aura que me rodeaba. Finalmente, una de las chicas, aquella por la que sentía un inconfundible afecto, se acercó y pronunció las palabras que desencadenaron un torbellino de emociones en mi alma: "¿Es verdad que eres hijo del Trauco?". Mi corazón se heló y las palabras se atascaron en mi garganta, sin saber cómo responder exactamente a aquella pregunta o "afirmación". Todo lo que había asimilado hasta entonces tomó una perturbadora forma. Era hijo del Trauco... Mi madre siempre había velado por ocultarme esa verdad inquietante, cómo culparla, ¿cómo podría decirle a su hijo que su progenitor era una criatura grotesca que acechaba a mujeres para engendrar a su descendencia impía? Mis emociones estallaron, y en un intento de escapar de la abrumadora realidad, pedí permiso para retirarme temprano alegando un dolor de estómago.

  Una vez en casa, junto a la cálida estufa, observé la mirada de mi madre, como si supiera que la verdad había salido a la luz. En ese momento, sus lágrimas fueron testigos de una confesión angustiosa, desvelando toda la macabra historia que envolvía mi concepción, una narración que me perturbó de tal manera que no tengo interés en relatar.

  Al día siguiente, regresé a la Escuela, resignado, pero extrañamente tranquilo. Me acerqué a Ricardo y le pregunté con cierta solemnidad si poseía más información sobre mi padre. Una risa burlona brotó de sus labios mientras me respondía: "¿Deseas conocer más sobre tu padre, huacho? Te lo revelaré."

  “Su origen es incierto, aunque se dice que sería un hijo de la serpiente mítica que los indios como tú llaman 'Caicai'. Los sabios, por su parte, sostienen que está vinculado a Yig, nacido de la conjunción de la rabia que esta serpiente siente hacia los seres humanos y la ingratitud que muchos hombres demuestran hacia el mar”.

  Una amalgama de sentimientos se arremolinó en mi interior, pero, por primera vez, sentí que mi linaje, por más grotesco que fuese, me confería un prestigio inaudito y singular. Me hacía especial, diferente de una manera sombría y misteriosa. Ahora, quizás, obtendría el respeto que antes me era negado. En ese momento decidí abrazar mi ominosa herencia.

  Nunca he puesto mis ojos sobre mi padre, pero intuyo que, al igual que con mi madre, debió haber engendrado más como yo. Ya no soy solo un indio más del montón, sino un ser tocado por el enigmático destino, portador de una marca primigenia y malévola que ya había visto en las brumas y la espuma en los muelles que tantas veces frecuenté. ¿Acaso soy bendecido o maldito? Las sombras me susurran secretos insondables mientras me sumerjo en la intrincada oscuridad de mi linaje... el linaje de los réprobos...el linaje de la serpiente.


Les Vieux Habitants

LES VIEUX HABITANTS

POR RICARDO MEYER

 

 

 

"Para evitar que algunos lo etiqueten como blasfemia, he decidido explicar ciertas acciones y creencias, y dejar que Dios sea el juez de todos nosotros”.

François Honoré-Balfour, Cultes des Goules.

 


* * *

 

  Habíamos acudido a una festividad en la remota cabaña de Diego Oberreuter, un amigo de estirpe afable, enclavada en las boscosas laderas de Ancud. Aquel evento congregaba a distintas familias cuyos lazos, aunque no sanguíneos, se afianzaban en estrechos vínculos sociales. La cabaña, una obra emprendida por el tío de Diego, se yergue majestuosa en medio de un vasto terreno montañoso que parecía perderse en la bruma, allende la civilización.

  En las proximidades se cernía un oscuro bosque, cuyo reino sombrío resonaba con el lúgubre coro de ranas y el estridente graznido de aves carroñeras. La naturaleza en aquellos dominios parecía retorcerse bajo la sombra de una antigua malevolencia, una esencia sutil pero ominosa que se deslizaba entre las sombras y acechaba en cada rincón.

  En el transcurso de la velada, el tío de Oberreuter, un hombre respetado por los lugareños gracias a su destacada habilidad como arquitecto y filántropo, compartió con nosotros un relato extraído de un panfleto que le obsequiara un evangelista de una Iglesia local. A pesar de la connotación de proselitismo que acompaña a tales escritos, el tío de Diego afirmó que aquella narración había cautivado su curiosidad y, por ello, decidió conservarla. La historia rezaba de la siguiente manera:

  "En mi solitaria casa de campo, me obsesioné con reunir objetos relacionados con los gules y quemarlos. A pesar de haber invertido mucho en traerlos de Europa, decidí incinerar mi copia del Cultes des Goules. Sin embargo, me vi envuelto en actos oscuros y perturbadores que demostraron la realidad de los mitos del libro.

  Mi humanidad se desvanecía cada día y me enfrentaba a una identidad monstruosa. La Noche de San Juan trajo visiones aterradoras. Decidí poner fin a mi vida, pero descubrí que la muerte solo traería una existencia eterna como un necrófago hambriento de almas.

  La locura me había llevado a abrazar la muerte, pero ahora comprendía que mi alma estaba condenada a vagar eternamente en la perdición”.

  Me sorprendía profundamente el hecho de que un relato de tal envergadura y misterio hubiera hallado su morada dentro de un panfleto evangelista. En aquellos escritos, uno suele toparse con historias cándidas y de escaso interés, como las aventuras de un tal Caleb y su hermana. Pero esta vez, el contenido era drásticamente diferente, resonando con una oscuridad impregnada de secretos insondables.

  Mi intriga se intensificó aún más cuando el tío de Oberreuter, con una expresión sombría, reveló que aquel relato constituía, en realidad, una nota de suicidio que había sido encontrada junto al cadáver de Eladio Niklitschek. En todo el archipiélago, la prominente familia Niklitschek era ampliamente reconocida, detentando el monopolio comercial de toda la zona.

  Sin embargo, era desconocido para mí que Eladio, uno de los miembros destacados de esa estirpe, ocultara en su ser una fascinación por lo oculto y supersticiones prohibidas.

  Aquel hecho me llevó a considerar con cautela la posibilidad de que tal vez se tratase de una artimaña o una manipulación mediática por parte de aquellos evangelistas, con el deseo de desprestigiar a la ilustre familia Niklitschek.

  Alrededor de las tres de la mañana, cuando la oscuridad reinaba en su máxima intensidad y los demás huéspedes se sumían en un sueño profundo, Oberreuter y yo nos aventuramos fuera de la cabaña en busca de un rincón donde fumar en silencio. A medida que el humo se disipaba en la fría brisa nocturna, nuestras miradas se posaron sobre una extraña conmoción entre la hierba circundante. Aunque, en retrospectiva, podría parecer un mero acontecimiento trivial, nuestras mentes se vieron extrañamente fascinadas, atrapadas por algún sutil influjo de energía cósmica o una morbosa curiosidad que parecía arremolinarse en el aire. A nuestro regreso a la cabaña, buscamos refugio en la soledad de la cocina, buscando explicaciones para aquel fenómeno inusual. Era como si el universo mismo hubiera conspirado para despertar nuestro interés y llevarnos por sendas insólitas.

  En medio de nuestra confusa conversación, un repentino golpe se hizo sentir en la ventana, estremeciendo la frágil tranquilidad que nos rodeaba. Al dirigir nuestras miradas hacia el origen del impacto, nos encontramos con el vacío, sin rastro de ninguna entidad visible. Sin embargo, la perturbadora escena alcanzaría su clímax en un instante sobrecogedor.

  Una pequeña mano pálida y horrenda emergió del más allá, con sus largas uñas negras chocando con el cristal en un ritmo aterrador. Quedamos totalmente enmudecidos por la sorpresa y la consternación.

  La desesperada curiosidad que nos dominaba nos llevó a tomar una decisión temeraria alrededor de las tres y media de la mañana: adentrarnos en la oscuridad con tan solo una linterna como compañera. Mi corazón latía desbocado en el pecho, una mezcla de ansiedad y excitación se apoderaba de mí, como si una fuerza innombrable me impulsara hacia lo desconocido. Nos dirigimos hacia las altas hierbas, que se alzaban cercanas al lecho del río. El lúgubre coro de las ranas, en todo su espeluznante esplendor, acrecentaba nuestros temores, pero también alimentaba una extraña atracción, como los tambores que avivan la valentía de un guerrero en medio del fragor de la batalla.

  Entre las hierbas, nuestra búsqueda resultó infructuosa, pero al emprender el regreso, una presencia ominosa se reveló de manera grotesca. Una mano surgió súbitamente de entre las hierbas y nos saludó en un gesto burlón. Aterrados, quedamos paralizados, y desde lo profundo de la oscuridad, resonaron risas roncas y guturales que parecían burbujear desde las mismísimas entrañas del abismo. Aquella aparición maligna se alejaba con parsimonia, como si disfrutara de nuestra desazón y desamparo.

  Corrimos frenéticamente hasta alcanzar la relativa seguridad de la cabaña. Mis manos temblorosas intentaron encender un cigarrillo, pero el terror se apoderaba de mí, así que Oberreuter tomó la iniciativa y lo prendió por mí. Observé a mi amigo, su semblante lucía extraño, como si una presencia invisible lo hubiese poseído; sus ojos dilatados destilaban determinación, esperando pacientemente a que yo acabara de fumar. Una vez que solo restaba la mitad del cigarrillo, Oberreuter lo arrojó al suelo y me tomó del brazo con firmeza. Comprendí sin necesidad de palabras, y esta vez, con un gesto, me indicó que cruzaríamos el lecho del río.

  Guiados por una mezcla de temor y curiosidad, nos aventuramos a cruzar el lecho del río a saltos, buscando respuestas en la densidad del bosque de gigantescos árboles y negros arbustos. Un escalofrío recorrió mi espalda al imaginar las criaturas que se escondían en aquellos parajes remotos, donde los hombres, osados en sus profanaciones, pagaban condenas impensables y se sumían en la locura.

  El bosque se desplegaba ante nosotros como un escenario maldito, testigo de antiguos rituales y secretos ignotos. Mi corazón latía con violencia, presagiando el abismo de lo desconocido hacia el cual nos adentrábamos. Entre el enmarañado follaje, vislumbramos una perturbadora escena: sátiros horripilantes, de ojos lívidos y altos, danzaban en círculos mientras tocaban unas flautas infernales. En el centro del círculo se alzaba una espantosa estatua de madera, representando a un sátiro aún más espeluznante, con ojos de gemas negras y una mandíbula abierta grotescamente.

  Un anciano de ojos amarillos, portando una siniestra hoz en su mano izquierda, entonaba un canto desconocido y oscuro. La escena alcanzó su clímax cuando una joven desgarrada y herida fue presentada como ofrenda. Sufría, sollozando y suplicando, mientras el anciano la arrojaba con brutalidad sobre una piedra ceremonial frente a la estatua, y con la hoz en mano, clavaba la cuchilla en la mandíbula de la desdichada muchacha.

  El canto infernal del anciano y los sátiros retumbaba en mis oídos como un eco atroz, cargado de una maligna energía que me aterraba hasta lo más profundo del ser. De repente, un ser grotesco y deformado emergió de las sombras. Su cabeza, terriblemente deformada, yacía doblada hacia atrás en una grotesca y macabra contorsión, sus facciones arruinadas y retorcidas por una maligna fuerza. Sus brazos y dedos se contorsionaban de manera antinatural, y su nariz, boca y orejas adquirían formas que evocaban una abyecta blasfemia contra la humanidad.

  Sus movimientos eran erráticos y desquiciados, alternando entre una única pierna y tres pies, las extremidades restantes perversamente adheridas a su cuello o nuca en un espectáculo dantesco. Cada paso que daba resonaba con un susurro inquietante y una malevolencia que parecía provenir de las profundidades más australes y sordidas.

  La piel de aquella criatura estaba cubierta de tumores y protuberancias grotescas, dando la impresión de ser una entidad que había sido despojada de la forma humana y arrojada a un pozo de la degradación desplegando su espeluznante figura hacia nosotros. Atacó a Oberreuter sin piedad, arañándolo con ferocidad y profiriendo aullidos guturales.

  Aterrado y presa del pánico, cometí el acto más vil y cobarde: abandoné a mi amigo en su hora más oscura. Corrí sin mirar atrás, sintiéndome culpable y apesadumbrado por mi cobardía. Los sátiros y el anciano se aproximaban mientras sus grotescas figuras se dibujaban en el umbral de mi visión.

  Las ranas croaban con furia en el lecho del río, marcando el camino de regreso hacia la cabaña. El terror me impulsó a seguir adelante, pero el grito angustiado y doloroso de Oberreuter resonó en mis oídos, atormentándome como un eco de culpa y desesperación.

  Finalmente, alcancé la cabaña, con mi alma sumida en desasosiego y tristeza. Me refugié en la habitación, ocultándome del horror que acechaba en las afueras. Mi mente era un torbellino de confusión, cuestionando por la cobardía de mi decisión que condenó a mi amigo a una muerte atroz.

  Hoy, en medio de mis reflexiones, me encuentro atrapado por la implacable condena de la sociedad, acusado de un crimen que mi conciencia juraría que no cometí. Ni un solo testigo mortal vio más allá de las sombras etéreas y las estrellas mudas de aquella noche fatídica, testigos silentes de mi inocencia. Ahora, en retrospección, este tormento parece liberarme de una culpa arraigada en mi sangre, donde finalmente purgo mis pecados y vestigios de aquella noche infausta.

Es un pensamiento espeluznante que la humanidad, envuelta en su ignorancia y arrogancia, deambule por la tierra sin apreciar las criaturas insondables acechando en los rincones más oscuros del mundo. Ignoramos los secretos custodiados por los antiguos bosques, lugares sagrados y misteriosos que, en su profanación, liberarán seres ancestrales que aguardan en las sombras de estos cementerios naturales.

  Cada árbol talado y cada rincón despojado de su misterio desencadena la furia de fuerzas más allá de nuestra comprensión, despierta seres primordiales que han yacido ocultos durante eones, guardianes de secretos cósmicos y defensores de un orden ancestral que la humanidad ha olvidado.

  Los bosques, en otro tiempo refugio de espíritus antiguos y criaturas ocultas, son ahora testigos de una implacable profanación, donde la codicia humana desoye las advertencias susurradas en sus profundidades. Aquellos seres que esperan en la penumbra, observando con ojos inmemoriales desde sus criptas herbales, aguardan el momento propicio para emerger y recordarnos nuestra pequeñez en este vasto mundo.

  En la penumbra de estos bosques ultrajados emergen seres de pesadilla, criaturas deformes y terribles que han subsistido desde tiempos inmemoriales, custodios de secretos arcanos que la humanidad ha relegado al olvido en aras de su propia supervivencia.

  El tiempo, inmutable, sigue su curso, mientras que el hombre persigue incansablemente el dominio y el poder. En silencio, los hijos de Pan aguardan, listos para restaurar el equilibrio natural y recordarnos que no somos los amos indiscutibles de este mundo.

  La ignorancia y la profanación nos exponen a fuerzas que escapan a nuestro entendimiento, y el resultado será el despertar de horrores ancestrales acechando en la oscuridad de los bosques y en las profundidades remotas del tiempo. La ignorancia se equilibra con el momento de la revelación, y solo el futuro dictará si la humanidad está preparada para enfrentar las consecuencias de su propia insensatez.