Los Viejos Creyentes

LOS VIEJOS CREYENTES

POR RICARDO MEYER

 

 

 

“Me besas, te besó Dios. Tú te acuestas conmigo, tú te acuestas con él”.

Grigori Rasputin

 

 

* * *

 

     En un día común y corriente en las lejanas y desoladas extensiones de la región de Magallanes, en la República de Chile, José Ramón Krause experimentó una profunda inquietud. Este erudito se encontraba inmerso en investigaciones de naturaleza personal en medio de un entorno hostil, rodeado de inmigrantes croatas. Krause se esforzaba por mantener un perfil bajo, consciente de su notoriedad debido a sus excentricidades y su devoción por las artes ocultas. Sin embargo, el hombre tenía serias dudas de que entre la variopinta multitud que lo rodeaba hubiera alguien capaz de adentrarse en los misterios de lo oculto. Pero, en su escepticismo, estaba gravemente equivocado.

     Decidido a aplacar el gélido abrazo del clima magallánico, José Ramón Krause buscó refugio en una taberna local con la esperanza de encontrar los licorosos brebajes de hierbas que su difunta abuela solía destilar en las tierras de Frutillar. La carestía de opciones lo sorprendió, pues allí solo ofrecían cerveza barata y fernet, sin rastro de ningún licor de mayor fortaleza, ni siquiera una botella de vodka para calentar su alma teutónica. La extraña indumentaria de los presentes, caracterizada por la vestimenta gaucha, revelaba vínculos con las costumbres argentinas que habían sido asimiladas y sincretizadas en esta remota región. Su llegada, ataviado en un oscuro abrigo y su figura esquelética, no pasó desapercibida y suscito cierta inquietud entre los parroquianos, aunque no llegó a niveles alarmantes. Un comentario humorístico, cargado de un humor de frontera, brotó entre los presentes: "¡Y pensar que creíamos que no había nadie más aterrador que el viejo Ivo!". Este enigmático apelativo, junto con el eco de la raíz croata en el nombre, capturó la atención de Krause. Intrigado, inquirió sobre este enigmático "Ivo" entre los nativos magallánicos, empleando el soborno de generosas rondas de fernet para desentrañar el misterio que se cernía sobre él.

    El misterioso anciano, conocido como el viejo Ivo, había llegado a estas tierras remotas desde Yugoslavia hacía ya demasiado tiempo, una data que se volvía cada vez más imprecisa a medida que se retrocedía en el tiempo. Nadie podía afirmar con certeza si tenía familia o parientes en la región, y su presencia siempre se había mantenido rodeada de sombras. Los nativos, fieles a la fe católica, evitaban la capilla local debido a su presencia inquietante y los ritos inescrutables que él llevaba a cabo en el lugar. Esta capilla, una vez bendecida por sacerdotes católicos, había quedado prácticamente abandonada, relegada al ostracismo por el temor que infundía.

     El enigma del viejo Ivo se acentuaba con su trasfondo religioso: además de profesar la fe cristiana ortodoxa, su comportamiento adquiría una perturbadora singularidad. En un siniestro sincretismo, mezclaba sus creencias ortodoxas con prácticas oscuras, supuestamente aprendidas en las inhóspitas tierras de Siberia. Las sombrías revelaciones que Krause recogía durante sus investigaciones comenzaban a tejer una telaraña de conexiones en su mente. Las elucubraciones lo condujeron a la inquietante noción de que el enigmático Ivo podría guardar algún vínculo con el croata que, en tiempos lejanos, arribó a la Patagonia portando una copia manuscrita del Occulta Cogitatonium Liber. Junto con el difunto colono alemán Mikhael Meyer, estos individuos fueron los pioneros en introducir las antiguas tradiciones de brujería europea y los Aquelarres a estas tierras apartadas. Sin embargo, el perturbador paralelismo residía en el hecho de que Mikhael Meyer también trajera consigo una copia del ominoso Unaussprechlichen Kulten del infame Friedrich Wilhelm von Junzt. Estas conexiones oscuras comenzaban a entrelazarse como hilos invisibles en la mente obsesiva de José Ramón Krause.

     Krause logró desentrañar la ubicación de la morada del enigmático Ivo con una facilidad que lo desconcertó, y para su asombro, no se encontraba en algún rincón perdido o aislado de la población. De hecho, estaba ubicada a una distancia sorprendentemente cercana al centro del pueblo. La cabaña, al acercarse, aparentaba estar en un estado de conservación aparentemente óptimo, a excepción de un fenómeno inexplicable. Un frío sobrenatural y un perturbador olor a azufre se desprendían del lugar. A pesar de la inquietante sensación que esto le provocaba, Krause optó por relegar estos detalles perturbadores al reino de su propia psique, atribuyéndolos a su propia susceptibilidad sensorial, la misma que había sido trastornada por sus años como ocultista y miembro de la Orden y Proceso de la Estrella Plateada.

     Frente a la ominosa puerta de la cabaña, esta se abrió sin previo aviso, revelando la figura espeluznante del mismo Ivo. Su piel pálida y demacrada, acentuada por una curiosa joroba, producía una imagen que helaba la sangre. Ivo, con voz fría y monótona, declaró que había estado esperando a Krause y le instó a entrar sin demora.

     El interior de la cabaña era un espectáculo dantesco, un caos oscuro que desafió toda lógica y razón. Manchas siniestras, que bien podrían ser sangre, se esparcían por las paredes y el suelo. Flagelantes y otros instrumentos de tortura y sufrimiento yacían esparcidos, como reliquias de un culto macabro. Una estantería destartalada sostenía tomos esotéricos que emanaban una presencia maligna, entre los cuales, Krause distinguió con horror el ominoso Occulta Cogitatonium Liber. Sus temores se confirmaban, el enigmático Ivo era, sin lugar a duda, el legendario brujo croata que había inscrito las siniestras prácticas de los jlystý en la Región de Magallanes. Krause no experimentaba el rechazo que uno esperaría al enfrentarse a la grotesca escenografía de la cabaña ni al misterioso Ivo en sí. En lugar de ello, su mente se veía invadida por una mezcla retorcida de interés morboso y una ominosa curiosidad.    Atravesó el umbral sin titubear, adentrándose en la oscuridad de la morada del brujo. Juntos, se sentaron frente a una tosca fogata alimentada por una rudimentaria estufa siberiana y entablaron una conversación que se prolongó durante largas horas.

     Durante el desarrollo de la conversación, Krause se empapó aún más de los secretos de los jlystý y, asimismo, de la figura de Rasputín, uno de los miembros más prominentes del culto y, en cierta medida, quien lo reveló a los profanos. Ivo se sintió cómodo en la presencia de Krause, y esta comodidad era recíproca, a pesar de la aversión latente que el alemán albergaba hacia los croatas, una rivalidad arraigada entre los colonos germanos y este enigmático grupo.

     Antes de despedirse, el anciano Ivo le obsequió a Krause un manuscrito en un humilde cuaderno de dibujo, cuyas páginas mostraban señales de un largo abandono y un uso agreste. Krause aceptó el presente con una mezcla de expectación y temor, antes de abandonar la cabaña y emprender el regreso a su alojamiento en el hostal del pueblo. No obstante, en el instante en que dejó atrás la morada de Ivo, sintió cómo los fríos vientos, similares a los que había experimentado en sus más íntimos sueños con Ithaqua, lo seguían con su abrazo de sombras, persiguiéndolo en la más absoluta oscuridad. El misterio se profundizaba, como las raíces del horror que habían germinado en esa región apartada.

     Al llegar al hostal, Krause se dirigió directamente a su cuarto y desplegó el misterioso manuscrito que le había obsequiado Ivo. Las páginas del cuaderno albergaban dibujos de naturaleza retorcida, cuya simplicidad podría ser comparada con los trazos de un niño de seis años. Sin embargo, dadas las circunstancias y la naturaleza de Ivo, recordó el caso de Aleister Crowley, cuyos dibujos y pinturas habían sido una ventana a una mente perturbada y siniestra.

     Entre los garabatos y símbolos ininteligibles del cuaderno de dibujo, Krause comenzó a descifrar algunos términos y frases. Aunque la mayoría del texto estaba en cirílico, algunas palabras lograron traspasar la barrera de lo desconocido.

     Distinguía referencias a deidades que le resultaban extrañas y siniestras. "Yarilo", un dios solar eslavopagano, se insinuaba en las páginas, pero su representación en este contexto se tornaba ominosa. "Rusalka", una criatura de los mitos eslavos estaba vinculada a los profundos de las aguas y a los espíritus vengativos, lo cual le recordó al Padre Dagón. "Sadoqua", un nombre que parecía surgir de los abismos mismos del tiempo el cual no resonaba en ninguna tradición conocida por la mente de Krause, inculcándole un sentimiento de profundo terror o, más bien, desconcierto al no poder resolver dicho enigma.

     Sin embargo, lo que más lo perturbó fue la variante inquietante de la deidad tutelar de la familia Krause, que figuraba en el cuaderno como "Yok-So-tot". Era como si su árbol genealógico se entrelazara con las pesadillas de otro mundo, un eco de una antigüedad que no debería haberse desvelado. Las palabras circundaban estos nombres, formando letanías y conjuros que se deslizaban entre las sombras de la mente de Krause como serpientes de humo. Una frase, escrita en español, llamó su atención:

"Cuanto más grandes sean los pecados más le satisface a Dios perdonarlos"

     Cuando finalmente dejó el cuaderno a un lado, la fatiga comenzó a envolverlo, como una capa de niebla densa que precedía sus viajes oníricos. Cerró los ojos y se entregó al beso de Hypnos, el antiguo confidente, preparado para adentrarse en los abismos de sus propios sueños y enfrentar los secretos que estos podrían revelar.

 

* * *

 

     Mientras deambulaba por las misteriosas tierras de Celephaïs, Krause sintió la necesidad de compartir su inquietante experiencia con Kuranes, quien era conocido por su inusual conocimiento y conexión con los Antiguos Misterios. La respuesta de Kuranes, típicamente reflexiva y llena de sabiduría, lo tomó por sorpresa. El mencionó que involucrarse más profundamente en los asuntos relacionados con Ivo podría atraer la atención del Caos Reptante. Además, le recordó a Krause los votos que había hecho en relación con Yog-Sothoth, el Todo en Uno y el Uno en Todo, así como al Señor de las Puertas entre los Mundos.

     Los recuerdos de los rituales que Krause solía realizar en Cornwall lo invadieron de repente. Intentó revivirlos, pero algo le impedía lograrlo. La advertencia de Kuranes resonaba en su mente, y no tanto por temor a romper sus votos, sino por el recuerdo de la familia Meyer. Los Meyer, quienes habían introducido el culto a Yog-Sothoth en las tierras del sur de Chile que fueron pobladas por los colonos alemanes, eran una fuente de temor constante. Se había enterado de que Bertoldo Meyer, además de sus oscuros vínculos con el nazismo y las reuniones clandestinas de simpatizantes durante la Segunda Guerra Mundial, había empleado hechizos del Necronomicón, como el Aklo Sabaoth, para castigar a quienes osaran romper sus votos o desafiar la influencia de La Llave y la Puerta.

     Después de su conversación con Kuranes, Krause se encaminó hacia Ulthar, pero notó un comportamiento inusual por parte de los habitantes. Evitaban su mirada y se alejaban de él como si fuera portador de alguna maligna influencia. Un anciano sabio le confió que una oscura esencia, relacionada con los tiempos del eclipse que marcó el pueblo en la época de Barzai el sabio, lo estaba siguiendo. Esta revelación lo llenó de un terror abrumador, ya que conocía la historia de Ulthar y su conexión con los dioses exteriores que custodiaban a los dioses débiles de la tierra.

     El terror que lo invadió en ese momento lo empujó al límite de lo soportable. Finalmente, en medio de la noche, despertó sobresaltado. Pero antes de recuperar la conciencia por completo, tuvo un último y espantoso vislumbre en su sueño. Se volteó y, en las sombras que lo rodeaban, pudo distinguir la figura difusa y abominable de una presencia primigenia y ominosa. La mera contemplación de esta entidad indescriptible le llenó de un miedo que solo los seres de pesadilla podían inspirar. Para finalmente escuchar el eco de un susurro que terminó por sentenciar su temor: “Yr Nhhgr”.

     Aunque en parte se sintió aliviado al despertar y darse cuenta de que su encuentro con la figura abominable había sido aparentemente un sueño, su conocimiento en las artes ocultas y oníricas le decía que las fronteras entre la realidad y los reinos de pesadilla podían ser tenues y traicioneras. Se esforzó por calmarse en su lecho, pero la paz le fue arrebatada de inmediato cuando, a los pies de su cama, encontró a la misma figura ominosa que había vislumbrado en su pesadilla, solo que esta vez, la presencia era más perturbadora y real que nunca.

     El hombre alto, de barba larga y vestido en tonos negros, estaba erguido con una majestuosidad ominosa. Krause, esforzándose por mantener la calma, comenzó a recitar letanías en su mente, intentando invocar la protección de los oscuros poderes a los que se había aferrado en sus exploraciones de lo desconocido. Sin embargo, antes de que pudiera articular una palabra, la figura del Oscuro rompió el silencio y respondió con una amenaza que hizo que el corazón de Krause se hundiera en la insondable oscuridad:

“Retírate de estas tierras y jamás te atrevas a entrometerte en los asuntos de los Viejos Creyentes ni de la Gente de Dios. Si vuelvo a presenciar la profanación de la sagrada esencia de cualquiera de los nuestros por tus supersticiones y delirios, te advierto solemnemente, jurando por el mismísimo Yok-So-tot, que velaré personalmente por que tu estirpe sea erradicada del Libro de la Vida”.

     El Oscuro se desvaneció en ese mismo instante, dejando a Krause en un estado de inquietud y confusión. Sin embargo, cuando Krause partió de las tierras de Magallanes al día siguiente, lo hizo con una extraña sensación de tranquilidad. Sabía, en lo más profundo de su mente racional, que mientras no regresara a estos lugares con la intención de desenterrar y restaurar los misterios y enigmas de Chorazos, no enfrentaría ningún peligro.

     A medida que se aproximaba al archipiélago de Chiloé, una última visión lo dejó pasmado. Cuando volvió la vista atrás, divisó al Oscuro, que lo observaba con un tono amenazante, pero al mismo tiempo sagrado. Un resplandor ominoso y divino emanaba de su figura, como si estuviera ungido por un espíritu santo de los proscritos, quizás más sagrado que el mismísimo Cristo, si es que no era uno de los múltiples Cristos que habían existido en la vastedad de los misterios. Este resplandor sagrado provocó en Krause una sensación de devoción innata, y en su corazón, pudo intuir que las esencias de los Viejos Creyentes y las tradiciones de la mítica Siberia aún persistían, incluso en estos rincones más recónditos y oscuros de la tierra.