Les Vieux Habitants

LES VIEUX HABITANTS

POR RICARDO MEYER

 

 

 

"Para evitar que algunos lo etiqueten como blasfemia, he decidido explicar ciertas acciones y creencias, y dejar que Dios sea el juez de todos nosotros”.

François Honoré-Balfour, Cultes des Goules.

 


* * *

 

  Habíamos acudido a una festividad en la remota cabaña de Diego Oberreuter, un amigo de estirpe afable, enclavada en las boscosas laderas de Ancud. Aquel evento congregaba a distintas familias cuyos lazos, aunque no sanguíneos, se afianzaban en estrechos vínculos sociales. La cabaña, una obra emprendida por el tío de Diego, se yergue majestuosa en medio de un vasto terreno montañoso que parecía perderse en la bruma, allende la civilización.

  En las proximidades se cernía un oscuro bosque, cuyo reino sombrío resonaba con el lúgubre coro de ranas y el estridente graznido de aves carroñeras. La naturaleza en aquellos dominios parecía retorcerse bajo la sombra de una antigua malevolencia, una esencia sutil pero ominosa que se deslizaba entre las sombras y acechaba en cada rincón.

  En el transcurso de la velada, el tío de Oberreuter, un hombre respetado por los lugareños gracias a su destacada habilidad como arquitecto y filántropo, compartió con nosotros un relato extraído de un panfleto que le obsequiara un evangelista de una Iglesia local. A pesar de la connotación de proselitismo que acompaña a tales escritos, el tío de Diego afirmó que aquella narración había cautivado su curiosidad y, por ello, decidió conservarla. La historia rezaba de la siguiente manera:

  "En mi solitaria casa de campo, me obsesioné con reunir objetos relacionados con los gules y quemarlos. A pesar de haber invertido mucho en traerlos de Europa, decidí incinerar mi copia del Cultes des Goules. Sin embargo, me vi envuelto en actos oscuros y perturbadores que demostraron la realidad de los mitos del libro.

  Mi humanidad se desvanecía cada día y me enfrentaba a una identidad monstruosa. La Noche de San Juan trajo visiones aterradoras. Decidí poner fin a mi vida, pero descubrí que la muerte solo traería una existencia eterna como un necrófago hambriento de almas.

  La locura me había llevado a abrazar la muerte, pero ahora comprendía que mi alma estaba condenada a vagar eternamente en la perdición”.

  Me sorprendía profundamente el hecho de que un relato de tal envergadura y misterio hubiera hallado su morada dentro de un panfleto evangelista. En aquellos escritos, uno suele toparse con historias cándidas y de escaso interés, como las aventuras de un tal Caleb y su hermana. Pero esta vez, el contenido era drásticamente diferente, resonando con una oscuridad impregnada de secretos insondables.

  Mi intriga se intensificó aún más cuando el tío de Oberreuter, con una expresión sombría, reveló que aquel relato constituía, en realidad, una nota de suicidio que había sido encontrada junto al cadáver de Eladio Niklitschek. En todo el archipiélago, la prominente familia Niklitschek era ampliamente reconocida, detentando el monopolio comercial de toda la zona.

  Sin embargo, era desconocido para mí que Eladio, uno de los miembros destacados de esa estirpe, ocultara en su ser una fascinación por lo oculto y supersticiones prohibidas.

  Aquel hecho me llevó a considerar con cautela la posibilidad de que tal vez se tratase de una artimaña o una manipulación mediática por parte de aquellos evangelistas, con el deseo de desprestigiar a la ilustre familia Niklitschek.

  Alrededor de las tres de la mañana, cuando la oscuridad reinaba en su máxima intensidad y los demás huéspedes se sumían en un sueño profundo, Oberreuter y yo nos aventuramos fuera de la cabaña en busca de un rincón donde fumar en silencio. A medida que el humo se disipaba en la fría brisa nocturna, nuestras miradas se posaron sobre una extraña conmoción entre la hierba circundante. Aunque, en retrospectiva, podría parecer un mero acontecimiento trivial, nuestras mentes se vieron extrañamente fascinadas, atrapadas por algún sutil influjo de energía cósmica o una morbosa curiosidad que parecía arremolinarse en el aire. A nuestro regreso a la cabaña, buscamos refugio en la soledad de la cocina, buscando explicaciones para aquel fenómeno inusual. Era como si el universo mismo hubiera conspirado para despertar nuestro interés y llevarnos por sendas insólitas.

  En medio de nuestra confusa conversación, un repentino golpe se hizo sentir en la ventana, estremeciendo la frágil tranquilidad que nos rodeaba. Al dirigir nuestras miradas hacia el origen del impacto, nos encontramos con el vacío, sin rastro de ninguna entidad visible. Sin embargo, la perturbadora escena alcanzaría su clímax en un instante sobrecogedor.

  Una pequeña mano pálida y horrenda emergió del más allá, con sus largas uñas negras chocando con el cristal en un ritmo aterrador. Quedamos totalmente enmudecidos por la sorpresa y la consternación.

  La desesperada curiosidad que nos dominaba nos llevó a tomar una decisión temeraria alrededor de las tres y media de la mañana: adentrarnos en la oscuridad con tan solo una linterna como compañera. Mi corazón latía desbocado en el pecho, una mezcla de ansiedad y excitación se apoderaba de mí, como si una fuerza innombrable me impulsara hacia lo desconocido. Nos dirigimos hacia las altas hierbas, que se alzaban cercanas al lecho del río. El lúgubre coro de las ranas, en todo su espeluznante esplendor, acrecentaba nuestros temores, pero también alimentaba una extraña atracción, como los tambores que avivan la valentía de un guerrero en medio del fragor de la batalla.

  Entre las hierbas, nuestra búsqueda resultó infructuosa, pero al emprender el regreso, una presencia ominosa se reveló de manera grotesca. Una mano surgió súbitamente de entre las hierbas y nos saludó en un gesto burlón. Aterrados, quedamos paralizados, y desde lo profundo de la oscuridad, resonaron risas roncas y guturales que parecían burbujear desde las mismísimas entrañas del abismo. Aquella aparición maligna se alejaba con parsimonia, como si disfrutara de nuestra desazón y desamparo.

  Corrimos frenéticamente hasta alcanzar la relativa seguridad de la cabaña. Mis manos temblorosas intentaron encender un cigarrillo, pero el terror se apoderaba de mí, así que Oberreuter tomó la iniciativa y lo prendió por mí. Observé a mi amigo, su semblante lucía extraño, como si una presencia invisible lo hubiese poseído; sus ojos dilatados destilaban determinación, esperando pacientemente a que yo acabara de fumar. Una vez que solo restaba la mitad del cigarrillo, Oberreuter lo arrojó al suelo y me tomó del brazo con firmeza. Comprendí sin necesidad de palabras, y esta vez, con un gesto, me indicó que cruzaríamos el lecho del río.

  Guiados por una mezcla de temor y curiosidad, nos aventuramos a cruzar el lecho del río a saltos, buscando respuestas en la densidad del bosque de gigantescos árboles y negros arbustos. Un escalofrío recorrió mi espalda al imaginar las criaturas que se escondían en aquellos parajes remotos, donde los hombres, osados en sus profanaciones, pagaban condenas impensables y se sumían en la locura.

  El bosque se desplegaba ante nosotros como un escenario maldito, testigo de antiguos rituales y secretos ignotos. Mi corazón latía con violencia, presagiando el abismo de lo desconocido hacia el cual nos adentrábamos. Entre el enmarañado follaje, vislumbramos una perturbadora escena: sátiros horripilantes, de ojos lívidos y altos, danzaban en círculos mientras tocaban unas flautas infernales. En el centro del círculo se alzaba una espantosa estatua de madera, representando a un sátiro aún más espeluznante, con ojos de gemas negras y una mandíbula abierta grotescamente.

  Un anciano de ojos amarillos, portando una siniestra hoz en su mano izquierda, entonaba un canto desconocido y oscuro. La escena alcanzó su clímax cuando una joven desgarrada y herida fue presentada como ofrenda. Sufría, sollozando y suplicando, mientras el anciano la arrojaba con brutalidad sobre una piedra ceremonial frente a la estatua, y con la hoz en mano, clavaba la cuchilla en la mandíbula de la desdichada muchacha.

  El canto infernal del anciano y los sátiros retumbaba en mis oídos como un eco atroz, cargado de una maligna energía que me aterraba hasta lo más profundo del ser. De repente, un ser grotesco y deformado emergió de las sombras. Su cabeza, terriblemente deformada, yacía doblada hacia atrás en una grotesca y macabra contorsión, sus facciones arruinadas y retorcidas por una maligna fuerza. Sus brazos y dedos se contorsionaban de manera antinatural, y su nariz, boca y orejas adquirían formas que evocaban una abyecta blasfemia contra la humanidad.

  Sus movimientos eran erráticos y desquiciados, alternando entre una única pierna y tres pies, las extremidades restantes perversamente adheridas a su cuello o nuca en un espectáculo dantesco. Cada paso que daba resonaba con un susurro inquietante y una malevolencia que parecía provenir de las profundidades más australes y sordidas.

  La piel de aquella criatura estaba cubierta de tumores y protuberancias grotescas, dando la impresión de ser una entidad que había sido despojada de la forma humana y arrojada a un pozo de la degradación desplegando su espeluznante figura hacia nosotros. Atacó a Oberreuter sin piedad, arañándolo con ferocidad y profiriendo aullidos guturales.

  Aterrado y presa del pánico, cometí el acto más vil y cobarde: abandoné a mi amigo en su hora más oscura. Corrí sin mirar atrás, sintiéndome culpable y apesadumbrado por mi cobardía. Los sátiros y el anciano se aproximaban mientras sus grotescas figuras se dibujaban en el umbral de mi visión.

  Las ranas croaban con furia en el lecho del río, marcando el camino de regreso hacia la cabaña. El terror me impulsó a seguir adelante, pero el grito angustiado y doloroso de Oberreuter resonó en mis oídos, atormentándome como un eco de culpa y desesperación.

  Finalmente, alcancé la cabaña, con mi alma sumida en desasosiego y tristeza. Me refugié en la habitación, ocultándome del horror que acechaba en las afueras. Mi mente era un torbellino de confusión, cuestionando por la cobardía de mi decisión que condenó a mi amigo a una muerte atroz.

  Hoy, en medio de mis reflexiones, me encuentro atrapado por la implacable condena de la sociedad, acusado de un crimen que mi conciencia juraría que no cometí. Ni un solo testigo mortal vio más allá de las sombras etéreas y las estrellas mudas de aquella noche fatídica, testigos silentes de mi inocencia. Ahora, en retrospección, este tormento parece liberarme de una culpa arraigada en mi sangre, donde finalmente purgo mis pecados y vestigios de aquella noche infausta.

Es un pensamiento espeluznante que la humanidad, envuelta en su ignorancia y arrogancia, deambule por la tierra sin apreciar las criaturas insondables acechando en los rincones más oscuros del mundo. Ignoramos los secretos custodiados por los antiguos bosques, lugares sagrados y misteriosos que, en su profanación, liberarán seres ancestrales que aguardan en las sombras de estos cementerios naturales.

  Cada árbol talado y cada rincón despojado de su misterio desencadena la furia de fuerzas más allá de nuestra comprensión, despierta seres primordiales que han yacido ocultos durante eones, guardianes de secretos cósmicos y defensores de un orden ancestral que la humanidad ha olvidado.

  Los bosques, en otro tiempo refugio de espíritus antiguos y criaturas ocultas, son ahora testigos de una implacable profanación, donde la codicia humana desoye las advertencias susurradas en sus profundidades. Aquellos seres que esperan en la penumbra, observando con ojos inmemoriales desde sus criptas herbales, aguardan el momento propicio para emerger y recordarnos nuestra pequeñez en este vasto mundo.

  En la penumbra de estos bosques ultrajados emergen seres de pesadilla, criaturas deformes y terribles que han subsistido desde tiempos inmemoriales, custodios de secretos arcanos que la humanidad ha relegado al olvido en aras de su propia supervivencia.

  El tiempo, inmutable, sigue su curso, mientras que el hombre persigue incansablemente el dominio y el poder. En silencio, los hijos de Pan aguardan, listos para restaurar el equilibrio natural y recordarnos que no somos los amos indiscutibles de este mundo.

  La ignorancia y la profanación nos exponen a fuerzas que escapan a nuestro entendimiento, y el resultado será el despertar de horrores ancestrales acechando en la oscuridad de los bosques y en las profundidades remotas del tiempo. La ignorancia se equilibra con el momento de la revelación, y solo el futuro dictará si la humanidad está preparada para enfrentar las consecuencias de su propia insensatez.