El Griego

 

EL GRIEGO

POR RICARDO MEYER

 

«Como una madre consuela a su hijo, así os consolaré yo; y seréis consolados en Jerusalén»

Isaías 66:13

 

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     Siempre he pensado que, si la muerte, antaño una flor benedicta, llegase a tocar la puerta de mi corazón, la recibiría gustoso, pudiendo por fin descansar de este mundo de realidad y poder sumergirme en los placeres que la pulsión de Tánatos me brindase. Sin embargo, siempre ha estado presente ese miedo, aquel terror infundado de que la muerte me llegue de forma que no sea correspondida en un lugar y hora no determinados y que mis sueños se pudran en un purgatorio para aquellos que mal me desearon.

     Mi primer contacto con la muerte fue el 31 de diciembre, antes de la noche de Año Nuevo. Los médicos dijeron que fue delirium, pero yo estaba seguro de haberlo visto a él, cubierto totalmente de polvo de yeso, imitando la efigie de un ídolo de Cristo, todas las noches, de cuclillas en el umbral de mi puerta. Fue entonces cuando me acostumbré a su compañía, al extraño y fétido olor que emanaba de su pútrido cuerpo al frotarse contra mis muebles, a aquel polvillo blanco brotar al son de sus insultos, una afrenta total a mi muerte, como si alguien se cagara sobre mi epitafio, puesto aún muerto, mi madre no creía en mí.

     Cuando El Griego no estaba en la puerta se me permitía salir de mi habitación y, como buen hijo fallecido, iba a hacerle compañía a mi madre, sus llantos incesantes y horror al verme solo me hacía sentir dolor, lo cual me extrañaba, ¿podía yo muerto sentir dolor? Entre más estaba con ella, más fuerte era el dolor que ambos sentíamos. Mi muerte había sido la partera que cortó el cordón umbilical de mi madre y lo devoró por completo, eliminando así todo rastro de amor.

      Por las noches leía mis libros, impulsado por Él, tratando de encontrar en Las Meditaciones sobre La Medusa o incluso en el infame Liber Veneris alguna pasión o consuelo en esta nueva vida que era la muerte, pero no podía, puesto todo eran mentiras y la única verdad era aquel hombre lánguido, cubierto de polvo de yeso, que yacía de cuclillas en el umbral de mi puerta.

     Una noche de esas tantas en las que no podía conciliar el sueño, llorando y sofocando a mi almohada, como si de una ramera se tratase, temiendo a una muerte aún más grande, El Griego me susurró al oído:

     “Tiempo no te queda asquerosillo de mierda, Él vendrá por ti a menos que hagas lo que siempre has sabido que tienes que hacer”.

      En ese momento, la luna, ahora completamente llena, se extendía por el cielo ignoto, mientras cada paso que daba era como un susurro en el oído de mi madre. Me di cuenta en aquel momento, que yo no estaba muerto, que estaba loco y que simplemente era un paria, un hijo no deseado, un retrasado mental.

     No soporté tanto dolor, saber que toda mi muerte había sido una mentira y tener que afrontar la vida. Hablé entonces con El Griego, quien me concedió mi última pasión, y en esa última pasión debía huir para siempre de Las Keres, narrando lo que Él había cantado, y que aquel que tuviera oídos se los tapara, que tuviera boca que callara, y que tenga ojos para leer leyese.

     Cada relato y poema se convertían en una vela en el altar de mi vida, un pecado más por expiar, y llegará un día en que El Griego abandonará mi hogar, que no lo veré más en el umbral de mi puerta y solo quedará una mancha adultera del polvo de yeso que solía frotarse en su piel. Cuando ese día llegue, mi madre ya habrá muerto, yo seguiré vivo, y mi vida solo será un festín de miserias, de burlas de extraños y conocidos, de palabras que dolerán más que cualquier lapidación, pero tendré que resistir la soga, puesto no es fácil aceptar la locura en este mundo, abrazarla como la única realidad, y eso era lo que había hecho yo, puesto, aunque no lo quieran aceptar, en este mundo, todos estamos locos.

     Cada día los martirios por mi obsesión se harán más grandes hasta que llegará un punto en que no podré huir más de la soga y será El Griego quien pateará la silla que me haga reencontrarme con mi verdadero Padre en el Inframundo. Sí, sí, cruzaré El Aqueronte y podré ver a mi padre, quien no es otro que Tántalo, a quien haré beber de la vid de mi huerto inmaduro. Algún día, sí, algún día, y aunque puedo verlo mientras escribo esto, sé que no ha llegado aún, y mi madre me está gritando para cenar, ¡ya voy mamá! ¡tan solo estaba redactando mi testamento! Sé que son tonterías, ¿pero alguna vez te interesó lo que yo escribiera?, ¿alguna vez fui otra cosa que no sea una carga, maldita ramera? Algún día lo sabremos. Sí, algún día, pero ahora te toca a ti, maldita hipócrita, quiero que seas tu quien vaya a donde mi padre, con el rabo entre los cachetes y que le digas lo que has hecho de mí. Oraré por tu alma, mamá.