Aún algo bajo los efectos del alcohol y cansado hasta de besarla —sin mencionar que casi me dejaba sin aire con su lengua—, me lancé rendido sobre la cama, esperando que ella hiciera el trabajo. Entre varios besos en el cuello, que fueron descendiendo mientras subía y bajaba mi camisa, comenzó a desabrocharme el pantalón. Lo chupaba como una diosa; nunca nadie me lo había chupado así, eso lo puedo asegurar.
—¿Te gusta? —le pregunté.
Ella hizo un ruido con la boca, similar a una burbuja de chicle, y murmuró:
—Me encanta —solo para seguir chupando.
Estuvimos bastante rato así; la verdad, desconozco cuánto, me encontraba en un éxtasis profundo. Sin embargo, se me hacía raro no venirme. Se la sacó de la boca, la remojó con un par de escupitajos y la sacudió, al mismo tiempo que decía:
—Podría estar chupandotela tres horas si quisieras —dijo, lamiendo la punta—, pero ya no aguanto y quiero que me la metas…
Cansado y en un éxtasis que solo pude alcanzar gracias a su magistral dominio del cunnilingus, me quité los pantalones y quedé tendido.
Ella, con la voracidad de una fiera, se despojó del blue jean y, sin necesidad de quitarse la tanga, la corrió hacia un costado y se lo introdujo. No hubo nada más placentero que sentirlo allí: cálido y frondoso.
Comenzó a matarse sola, saltando y gimiendo, mientras sus manos recorrían mi cuerpo.
Entonces, un quejido:
—No te mueves… no te mueves nada…
Ella seguía galopando. Yo, la verdad, soy algo torpe en esto del sexo, así que lo único que se me ocurrió fue darle un par de nalgadas. Eso, aparentemente, la excitó aún más, y comenzó a dar sentones más cortos, pero frenéticos.
Estaba a punto de correrme, pero quería satisfacer un pequeño fetiche mío. Reconozco que, si no hubiese tenido esa idea, tal vez nunca habría descubierto lo que ella realmente era.
Iba a meter el pulgar en su culo, pero no podía encontrar el orificio. Traté de localizarlo con más dedos y luego con la mano completa, pero me era imposible.
A punto de tener un gatillazo, la miraba, y solo con verla morderse los labios sentía que iba a correrme, aunque algo incómodo.
La quité de encima de mí con fuerza y la di vuelta, justo en el momento en que, sin poder evitarlo, eyaculaba en el aire. Ella intentó atraparlo con su boca, pero solo logró recibir unas gotas en la mejilla y en el cuello. Me miró, sonriendo de lado, jadeando todavía.
Se relamió los labios y con su índice se llevó a la boca algunas de las pozas que quedaron en la cama. Por mi parte, yo estaba horrorizado. En su pubis había lo que parecía un tatuaje en tres dimensiones, que luego supe por Eric que eran escarificaciones, y donde se supone debía estar la vagina había un hueco ovalado y oscuro, que indicaba profundidad. Ella me miraba de una forma hipnótica, y una parte de mí pensaba que su vagina era simplemente un «pozo sin fondo», como se suele decir. No me sorprendería, después de todo, entregarse tan rápido a alguien como yo decía mucho de ella.
Comencé a rodearla y me di cuenta de lo equivocado que estaba. Esto no era normal, porque ella no tenía culo y eso no era una vagina.
Poco a poco comenzó a vestirse, yo estaba sin palabras. Intenté detenerla, la tomé del brazo y le pregunté:
—¿Qué haces?
Chistando, respondió:
—Me visto, ¿qué crees? Fue una jodida pérdida de tiempo…
—No, no —le exclamé mientras la tomaba del brazo— explícame, ¿qué mierda eres?
Enfadada, quitó mi mano de su brazo y me dijo:
—¡Y a ti qué te importa, maricón! Yo busco un hombre de verdad, pero no te preocupes, siempre puedes usar la de «borracho no vale».
—¿Quieres meter la mano? —dijo con un timbre chillón que me desconcertó.
Anonadado, fui estirando mi mano hasta tener mi puño frente al hueco. Lo introduje con fuerza, pues en parte quería que sufriera. Sin embargo, ella no sintió dolor alguno; al contrario, parecía disfrutarlo. En cuanto a mí, mi puño parecía estar en el vacío mismo, podía incluso abrir los dedos y moverlos libremente y no lograba tocar nada. Entonces una ligera corriente de calor comenzó a provenir de algún lugar de ahí dentro y fue ahí cuando por la quemazón removí la mano de golpe al unísono del orgasmo más excitante que oí en mi vida.
Inmediatamente, chorros y chorros de lo que parecía materia fecal comenzaron a salir, como si de una fuga de agua se tratase. Sus movimientos lograban que todos los flancos quedaran cubiertos. Caí de rodillas, horrorizado, mientras ella se revolvía entre sus propias heces. Pude notar cómo, poco a poco, estas parecían envolverla, fusionándose con ella. Comenzó a pasar sus manos por sus mejillas y por todo su cuerpo, hasta quedar completamente cubierta. Aun así, eso no la detuvo; continuó hasta que casi no quedó ni una sola mancha en la cama ni en la habitación. Finalmente, lo que se erguía frente a mí era un monolito de heces impío, apenas distinguía sus rasgos humanos. Podría decirse que lo único que aún conservaba su humanidad era esa entrada ovalada y oscura, que le daba forma y caderas.
—¿Qué eres? —le pregunté en un susurro—. ¿Qué quieres de mí?
Moviendo su boca, que parecía la de un sapo debido a las heces que la rodeaban y que estaban adheridas a ella, respondió casi de forma gutural:
—Soy para el fauno lo que para Cristo la Virgen. Soy el cuerpo que recorren los tristes y los parias en esas noches sin luna, cuando parece que no encuentran su encendedor. Nunca imaginé que podría manifestarme de esta manera, y me siento agraciada de que seas tú quien me vea primero. Ahora, apaga la luz un momento. Cuando te sientas listo, vuelve a encenderla.
Le hice caso. La luz permaneció apagada por un par de minutos, pero ella seguía allí. El olor a papas fritas y mayonesa de ajo se intensificaba, ahora acompañado, tal vez, por kétchup casero, como el que suelen preparar en el campo. Cuando encendí la luz, frente a mí se encontraba lo que fácilmente podría haber sido una escultura de H. R. Giger. Sea lo que fuera lo que alguna vez fue ella, ahora era un monolito con leves rasgos femeninos, pero con expresiones y marcas que sugerían que, tal vez, en algún momento hubo vida allí. En cuanto al agujero, seguía estando presente, pero esta vez, al introducir mi puño, pude percatarme de que era hueco, y que también se percibía más luz en los bordes. Era cóncavo. Lo que alguna vez fue su cabello, ahora cubierto con esa extraña materia, había adquirido una forma que hacía parecer su cráneo más grande, casi fálico. Todo esto, acompañado de tonalidades grisáceas y purpureas, en las que parecía haber sido «horneada», por decirlo de alguna manera, le confería un aspecto horripilante, pero, al mismo tiempo, una extraña belleza, como una obra de arte.
Algunas de las heces quedaron dispersas por la habitación, pero, al igual que ella, estaban secas y no diferían mucho de la arcilla o el yeso, por lo que me fue fácil limpiarlas.