El Eterno Retorno

 EL ETERNO RETORNO

POR RICARDO MEYER

 

“El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo”

Gustavo Adolfo Bécquer.


* * *


     Mis días se habían vuelto contra mí, y el mayor horror que sentía era despertar cada mañana y aceptar que estaba vivo. Había contemplado la belleza de la Venus de Hierro, había bebido el elixir de sus pezones de coral; ¿cómo podía ahora conformarme con vivir entre los mortales comunes? ¿Cómo podía haber caminado con el Rey Pelayo para luego compartir mesa con parias y obtusos? ¿Podían mis pies arrastrarse por el asfalto del mismo modo que se contraían al caminar por el desierto florido junto a Reccaredus Magnus? No, nunca más. Como una siniestra alegoría de la caverna de Platón, fui expulsado del Desierto de mis sueños para volver a esta burda realidad en vigilia. Señalo al cielo, ¡les indico a gritos dónde están las espirales! Pero ellos pasan de largo e ignoran la verdad, pues su mundo es en blanco y negro, el mío no; yo veo el mundo en una paleta de colores amarillo.

     Intenté aceptar mi realidad, caminar entre todos ustedes, pero cuando el Sol se apagaba, las luces de las estrellas muertas se volvían la lámpara que amparaba mi pútrida consciencia y me hacía volcarme a los versos sagrados del Liber Veneris:

“Te amo y esa es mi transgresión más noble,
Soy un forastero en tu santo cuerpo,
La conjunción de los cuerpos celestes no es tan majestuosa,
Como el secreto de nuestra pasión, ominosa y prohibida”.

     Ese fragmento del Canto XIV describe a la perfección lo que siento por la diosa, ¿cómo volver a ella? ¿Acaso debía ir a Cádiz? Me pregunté, ¿podían los Heraldos de la Penitencia tener la respuesta que necesitaba? Lo dudaba mucho, pues las hadas me susurraban que ellos habían olvidado el credo y que ahora servían a otros dioses que corrompían la divinidad de la Magna Mater, reemplazando los bellos pezones de coral blanco por el pelo de cabra negra mal cogida. Nadie más que yo entendía lo que estaba pasando, ¡miren al cielo!, se los dije cientos de veces, pero donde ellos veían nubes, yo veía las groseras y húmedas manchas de vapor que sofocarían a nuestras hijas en algún futuro si alguien no hacía nada.

     Fui al cementerio entonces, con grandes expectativas. Sabía que el Desierto se hallaba en las profundidades de la Tierra, pero que solo se podía acceder a él mediante la muerte de la consciencia, escupiendo la fruta del Edén que nos puso un escalón debajo de los dioses de Elysia. Treinta y tres noches dormí acurrucado a la lápida de mis padres, siendo el canto de las aves y el soplo del gélido viento nocturno la lira que acompañaba los treinta y tres cantos del Liber Veneris.

“Junto con Nerón y Tántalo nos sumergiremos,
en el fuego del Gehena y de nuestras transgresiones,
por eones, estaremos bañados del esperma de la vida,
de Aquel que corrompió nuestro ministerio”.

     Cuando me puse de pie, sentí el peso de la arena sobre mi cuerpo, ¿estaba en el Desierto ya? Miré a los alrededores, no lo veía, pero podía sentir el movimiento telúrico de Guhe’tak. Comencé a vagar lentamente. Las nubes, antaño un recuerdo del mundo que perdí, ahora estaban serenas y acompañándome en el camino. Caminé por horas sin ver a nadie, entonando los poemas que escribí en mi amarga infancia. Cuando vi las primeras flores supe que estaba de vuelta, ¡Apollyon! ¡Xastur! Grité a los cuatro vientos, entonces vinieron, uno a uno podía sentir los gritos de los dholes penetrar hondo en mi cabeza, ¡comencé a correr! Pero no podía evitarlos. Entonces vi el vacío, aquel abismo que a todos nos aguarda más allá del Chorazos. Sabía que aquel abismo me llevaría de vuelta a Agartha, donde podría beber de manantiales de aguas cristalinas y la leche de la diosa, estaba decidido a dejarme caer, pero cuando cerré los ojos, al volver a abrirlos vi a mi alrededor a la gente de Valladolid, estaba de vuelta en este mundo, me pedían que no saltara, yo ya no entendía nada, me sentía borracho, lloré con fuerza porque nuevamente aquel mundo de ensueño se me fue arrebatado. No salté, desde entonces ellos cuidan de mí. No sé dónde está mi copia del Liber Veneris, pero me prohibieron leerlo. No nos dejan leer nada acá, ni mucho menos proclamar los versos que he memorizado. Pese a todo, mantengo la esperanza de algún día morir realmente, abandonar este mundo y que ya no sea un sueño, acabar bajo tierra junto a los gusanos y que de este cuerpo carnal no quede nada más que la eterna devoción que siento por la Magna Mater Venus que nos da a elegir entre perecer o morir, indicándote que, de alguna forma, todos los caminos te llevan a besar sus pies y volverte uno de los mil hijos que son amamantados eternamente por sus pezones de coral.