EN EL GABINETE DE THANATOS
POR RICARDO MEYER
* * *
La niebla acreció, cegándome por completo,
y cuando mis ojos apenas comenzaban a adaptarse, los horribles sátiros ya
estaban frente a mí. Uno de ellos, con una voz sibilante, pronunció el nombre
que me congeló la sangre: "THANATOS", susurró, y en ese
instante el mundo se desvaneció en la negrura del inconsciente.
Sumido en la oscuridad, sentí cómo me
arrastraban a través de salones espectrales. Ecos de sonidos animalescos
—balidos, maullidos, croares— se entremezclaban con el gimoteo coqueto de
ninfas invisibles, formando una sinfonía macabra que reverberaba con el olor
acre de tónicos desconocidos. Llegamos a un escalón, y uno de los sátiros, con
un tono burlón, pronunció "HEKAS HEKAS", seguido de una risa
que fue replicada por su compañero. "HEKAS HEKAS" volvió a
pronunciar, y con las pocas fuerzas que me quedaban, sumido en un letargo
abrumador, respondí: "ESTE BEBELOI". Los sátiros emitieron un
balido suave, y comencé a subir el escalón a tientas.
A lo lejos, balbuceos guturales intentaban
formar palabras en un castellano irreconocible, mientras el olor a incienso y
tónicos orientales se disolvía, dando paso a una pestilencia nauseabunda de
descomposición. Los sátiros me dejaron frente a una puerta, de donde provenían
los balbuceos. Dos golpes resonaron en la madera antes de que me abandonaran
allí, solo. Sentí entonces los pasos pesados de la criatura al otro lado,
acompañados por el "tack tack" de un bastón, y finalmente, la puerta
se abrió.
Allí, ante mí, se erguía una abominación
que no era otra cosa que la personificación de mi muerte. Su cuerpo
obeso estaba deformado por una columna torcida, dándole una apariencia
extrañamente alargada. Su mandíbula desproporcionada albergaba dientes que se
desmoronaban, y su lengua púrpura jugueteaba obscenamente con las verrugas de
su horrenda faz, cuyas cuencas destilaban un vacío abismal. Puso su bastón
sobre mi hombro y su mano deformada sobre el otro, emitiendo una carcajada que,
en cualquier otra forma, no habría sido tan grotesca. Me hizo un gesto para que
entrara a lo que parecía una oficina, húmeda y sombría, iluminada solo por el
reflejo verdoso que emanaba de los pisos inferiores.
Dentro, un tablero de ajedrez de cristal
captó mi atención, evocando recuerdos pueriles de tardes estivales con mi
abuelo, cuando escribía mis primeros versos. Sin embargo, el Verrugoso se acercó al tablero, me dirigió una
mirada y un par de balbuceos ininteligibles antes de, con la fuerza de un golem
enfurecido, romper cada una de las piezas y el tablero mismo, incrustando los
fragmentos de cristal en sus manos deterioradas y verdosas. Lanzó el tablero
lejos y se aproximó a mí, despojándome de mi gabardina con su bastón de ébano
platinado.
Ya comenzaba a desconcertarme la
naturaleza del tiempo en este lugar, una variable que parecía distorsionada en
este mundo ominoso. Noté cómo, a pesar de lo vacíos que eran sus ojos, el Verrugoso
me miraba con una mezcla de reprobación y piedad, como un padre que contempla
el fracaso de su hijo, pero que sigue brindándole apoyo por lo que es. Esa
parecía ser una de las muchas relaciones primordiales que se establecen con la Muerte.
De repente, la puerta se abrió y entraron
figuras espectrales, las viudas de nuestros ancestros, quienes traían en sus
manos un atuendo negro. Mi anfitrión me tomó bruscamente y me empujó hacia las
mujeres, quienes comenzaron a desnudarme con una delicadeza desprovista de
malicia. Una de ellas frotó en mis brazos y piernas un ungüento que desprendía
un aroma fresco a absenta. Me vistieron con el traje, imbuyéndome de una
firmeza y determinación ecuánime, como la de alguien acogido e inmóvil en su
féretro. Al observar el traje, noté una pequeña piocha que no era otra cosa que
el Símbolo Arcano.
Miré entonces al Verrugoso, Thanatos
encarnado en esta faceta de mi consciencia, y le pregunté: "¿Es que ahora
me he convertido en vuestro sicario personal y verdugo, señor?" Él, con un
tono sereno y balbuceos ininteligibles, señaló un grueso libro cubierto de
polvo en una esquina. Me acerqué al libro, pasé la mano por sobre el polvo que
lo cubría y vi el título: “Euangelion Ioudas”. Me quedé contemplando
aquella hermosa portada con arabescos y figuras que me recordaban juramentos
vanos hechos en la antigua Anatolia. ¿Pero qué es el Tiempo en comparación con
la Muerte? En ese momento, el Verrugoso me hizo una señal para que saliera, no
sin antes darme una palmada en la espalda, como intentando darme ánimos.
Al salir, pude vislumbrar con mayor
claridad la escena. Bajo una intensa luz verde fluorescente, se extendía un
pandemonio de seres de todas las razas y naciones, unidos en una juerga para
celebrar lo único que compartían: el aborrecimiento de su propia existencia.
Uno de los sátiros se me acercó, realizando una reverencia, y con un gesto
humilde me entregó una sica de la Antigua Roma. Jugueteé con ella,
observando sus relieves y el reflejo en su filo, para finalmente guardarla bajo
mi manga.
Desperté sobresaltado en la modesta
habitación del hotel donde me hospedaba, en la Pedanía del Agave. A los pies de
mi cama yacía una botella de absenta derramada, remanente de tu recuerdo.
Contemplé la costa de Andalucía con determinación, mientras visualizaba a
aquellos seres miserables que, en aquel lupanar prodigioso, clamaban mi nombre
con el respeto y temor reservado a la Muerte. Aun en la vigilia, podía sentir
la lengua de mi señor pronunciando el lema que adornaría mi epitafio, como una
amenaza para la lealtad. Pero no temía, pues yo había abrazado a la Muerte, y
sabía que más allá de ella se encontraba un Sueño único en el que, a veces, en
la numinosidad de la consciencia, actuamos, somos y percibimos.