UNA
PROCESIÓN EN CARCOSA
POR
RICARDO MEYER
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Detesto las procesiones, pero esta vez se
trataba de Ella, no podía hacer otra cosa. Intenté reparar sus dientes, pero me
dijeron que sería imposible, que era algo común después de la Muerte. Los
negros de Dylath-Leen iniciaron la procesión, mientras yo los seguía a tientas,
y la luz de las estrellas muertas se deslizaba lentamente hacia mi ombligo,
alimentándome con una pulsión que ahora sentía necesaria: la pulsión de Eros.
Al llegar al Lago de Hali, la
desprendieron del féretro, y aun en la muerte, su figura desprendía una belleza
tal que incluso los ángeles habrían sucumbido, dando a luz al más bello de los
Nephalem de haber sido el caso. Intenté besarla por última vez, pero los negros
me golpearon; ella pertenecía al Rey ahora, y él sería el único que podría
sentir su piel junto a la suya.
Cuando el Rey hizo acto de presencia, el
coito comenzó y fue aclamado por todos. Mi amada estaba rígida, totalmente
inmóvil, pero el Rey sabía adecuar sus movimientos para que se viera como la
danza de espirales que todas estas almas anhelaban ver. Mientras el acto
proseguía, pude observar cómo todos los parias, los negros y las rameras, se
sumergían en un éxtasis frenético de insondable maldad al ver cómo los dientes
de mi amada se desprendían con fuerza con cada azote que Hastur le proveía.
Cuando los soles gemelos se pusieron, no
quedó nada de ella y el apetito del Rey había sido saciado. Sentí pena, odio y
frustración, mientras veía cómo esos infelices se subían la bragueta. Mis
lágrimas se mezclaron con las aguas cristalinas del Hali y, al despertar, supe
que no la vería nunca más y que, por mucho que me doliera el alma, esta había
sido la única manera que tenía de despedirme de ella. Aunque sabía que ella
portaba el Signo Amarillo y que, en las noches donde las estrellas muertas se
alzan, siempre podría sucumbir mi apetito de carroñero que, atraído por su
belleza profana, volverían una y otra vez a repetir lo que había sido lo
nuestro, aunque de un Sueño se tratase.