"PIG"

“PIG”

POR RICARDO MEYER


 

 

Tú, que incluso al leproso y a los parias más bajos

Sólo por amor muestras el gusto del Edén,


¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!


Baudelaire.




* * *



     En los pliegues oscuros de mi linaje, no hallaréis rastro alguno de las añejas costumbres que aquejan a las gentes rurales. Desciendo, por así decirlo, de aquellos colonos que, en su afán por hallar una nueva patria, sellaron un juramento inquebrantable con estas tierras. Mas en este rincón austral de Chile, hallábase una horda de individuos cuyos usos y tradiciones me resultaban execrables y brutales. Un cruel cóctel de sangre mestiza, producto de la fusión con los nativos, engendró una ralea de ignorantes dedicados a deleitarse en placeres efímeros, como el néctar ardiente del alcohol y el pecado seductor de las calles sombrías.

     Así pues, en estas festividades patrias, es ineludible observar cómo estas conductas viciosas se multiplican, especialmente en la vastedad del campo. La matanza de animales para los asados es una práctica común en estos tiempos, al igual que la embriaguez desenfrenada. No obstante, mi familia, abrazando la moral y la decencia, se mantiene impoluta en medio de la decadencia circundante. Mis vecinos, en cambio, verdaderos parias de la civilización, llevaban ya dos días consecutivos sumidos en una borrachera interminable y una orgía de depravación sin igual.

     De súbito, a uno de los más obtusos entre ellos, en medio de aquella bacanal de alcohol, le surgió la idea perversa de iniciar un juego macabro: "quién mataba primero al chancho". Así dio comienzo una escena dantesca y abominable; en lugar de abordar la tarea con la destreza de un campesino sensato, aquellos hombres se dedicaron a jugar con el pobre animal, propinándole crueles golpes de martillo mientras se tambaleaban en su embriaguez, tan solo para determinar quién lo apagaría primero. Los aullidos desgarradores del cerdo me oprimían el alma, un tormento insoportable que provocaba en mí un dolor profundo. Era una práctica completamente aberrante, ajena a toda razón y humanidad.

     Pasaron casi veinte minutos agonizantes, y el angustioso ulular del cerdo persistía en el aire. Afortunadamente, no tuve que presenciar la escena, aunque no podía escapar de los desgarradores sonidos que llenaban mi habitación. La impotencia me carcomía, y en ese instante, me vi forzado a recurrir a una práctica cuestionable, una que había jurado no volver a utilizar desde los tiempos de mis ancestros en Baviera, aunque en estos días ya no se considerara ilegal.

     Saqué el libro, que mantenía cuidadosamente guardado en una vieja caja archivadora. Me había prometido a mí mismo no retomar esas artes oscuras, pero sentí que no tenía otra opción. Realicé el encantamiento siguiendo las indicaciones del libro, empleando anís, frankincense y un trozo de carne de cerdo que encontré en el refrigerador. Luego, lo despaché en el cruce de caminos cercano a la residencia de mis vecinos ebrios, tal como prescribía el antiguo tomo.

     El día había transcurrido aparentemente normal después de aquel horrendo acto que presencié. Finalmente, lograron poner fin a la vida del cerdo, y yo, exhausto por la angustia, conseguí descansar en una breve siesta reparadora.

     Sin embargo, cuando desperté a las nueve de la noche, tuve que simular un sobresalto repentino, aunque ya conocía el macabro desenlace. El patriarca de mis vecinos, el execrable viejo Haro, se había arrebatado la vida con un revólver, y antes de cometer tal acto atroz, había disparado contra su primogénito. Por fortuna, el hijo menor logró escapar ileso y, al contar su espeluznante relato a las autoridades, proclamó: "¡Mi padre vio al cerdo, vio al hombre con cabeza de cerdo!".