El Artista Ambulante

 EL ARTISTA AMBULANTE

POR RICARDO MEYER


“Así pues, donde estaba la Osa, por razón de ser lugar la parte más eminente del cielo, se coloca la verdad, que es la cosa más alta y más digna”.

Giordano Bruno


* * *


     Ahí estaban todos ellos, comiéndome la polla. Sí, lo entiendo, soy un artista, ¿y qué? No es lo que realmente me apasiona. Todos veían mis pinturas como si fueran la gran cosa, sobre todo la que más representaba el asco que siento ahora. “Azazel” se llamaba o “El Elogio de la Vanidad”. Entre lamepies esnobistas y oscuros andaluces la única compañía que necesitaba era la de mi amigo, desaparecido ya por largo tiempo y del cual hacía mucho que no sabía nada. Es por ello que, en su honor, lo más que podía hacer era disfrutar del buen vino que servían en la barra libre. Aunque… supongo que, técnicamente, este salón de arte no es una barra.

    Siempre disfruté la vida bohemia, quería evadirme de las miserias del mundo, siendo el alcohol lo único que me permitía disociar y poder alcanzar mi verdadera pasión: la contemplación del cosmos. Estaba apurando la última copa, tratando de coger el puntillo, cuando vino el imbécil de Gabriel para decirme: “Miguel Ángel, Miguel Ángel, este Señor quiere hablar contigo, es de los Emiratos y dice que te conoce”. Al verlo, fingí no temerle, pese a que la congoja trataba de adueñarse de mis miembros. Dejé la copa sobre la mesa, evitando así que se escapase de mis temblorosas manos, quebrándose en el suelo como una María dolorosa. 

    Gabriel nos dejó solos, lo miré fijamente, sus ojos vacíos, era oscuro, muy oscuro. Me dijo su nombre, “Iblis”, conversamos un poco, por no decir bastante. Y, cuando dijo que ya no me veía como en el momento en que lo visité en Egipto, se me heló la piel. “¿Quién mierda eres?”, le espeté. Él jeque me miró con semblante altivo, principesco, y me dijo: “Estuviste en mi Pirámide, en la de Kefrén, poco después de especializarte en egiptología”. Fue un segundo, un minuto, una eternidad y la última frase que me dirigió fue “pero veo que Tiempo es menos de lo que te queda, me recuerdas a Giordano Bruno, él quería perder la Razón para ser como mi padre, terminó perdiendo la razón y quemado en la hoguera. Sea como sea, espero disfrutes mi performance”.

     En ese momento, que quizá fue una eternidad, el extraño árabe me estrechó la mano. Y, al palparla, sentí todos los conocimientos del Logos que añoraba de pequeño, cuando escribía esos cuentos con mi hermano y, posteriormente, cuando comencé a escribir para Shangri-La 93 con Ricardo, quien ahora se hallaba desaparecido. La gente pasaba, hablaban conmigo, bebían, charlaban, adulaban mis pinturas. Yo no sentía nada, ni siquiera el mismo Tiempo. 

     Finalmente, llegó la performance que Iblis, de los Emiratos Árabes, haría en mi honor. En ese momento, se detuvo sobre el escenario y, extendiendo sus brazos, como la efigie de  un Ángel, dijo: “Yo soy más digno, pues vengo del fuego, aquel que purga la vanidad, y es que no hay cosa más nauseabunda que la vanidad. Este es mi homenaje a Miguel Ángel y a su amigo, quien ahora yace, desollado y perdido”. La gente lo aplaudió y lo aclamó, incluso más que a mí. Todos veían lo que se proyectaba en la pared blanca del salón. Era el Inicio y el Fin, era Todo, todos lo adulaban y gritaban su nombre, con amor, con amor, con mucho más amor que el que profesaban hacia mi obra, mientras él hacía una reverencia por cada uno de los aplausos. Todos fueron a besarle la mano, uno por uno, todos lo adulaban, lo amaban, era su obra de arte. 

    La exposición terminó cuando la última persona, una mujer le solicitó la bendición a Iblis. Esta se marchó y, al retirarme yo, me percaté que ya no estaban mis cuadros, tan solo quedaban el proyector y el árabe. En ese momento sentí horror, me moví, caminando de espaldas, mientras veía su semblante oscuro. Y, cuando me disponía a farfullar algo relacionado con el Tao, él me dijo: “De nuevo tú, hablando de cosas que no alcanzas a comprender, despierta, pues tienes que terminar lo que comenzaste”. En ese momento, por su boca escupió fuego, y del fuego vino la Palabra. Y, cuando desperté, me encontraba en un Hotel en Barcelona, totalmente bebido. Recibí una llamada de recepción, pues había solicitado que me despertaran a las diez y media, ya que tenía una presentación de mis obras aquí, en Barcelona cortesía de la Universidad Privada Gustavo Adolfo Bécquer de Madrid. Y hoy, por fin, todos verían mi gran obra, “Azazel” o “El Elogio de la Vanidad”

      Pero, al lavarme la cara, me di cuenta que todo fue un sueño, lo cual me alivió, sabiendo que hoy tan solo me tocaba vivir el momento.