EL BARÓN LOCO
POR RICARDO MEYER
“Alemania está pasando por un momento aciago…. Nos están poniendo la espada en las manos”.
Kaiser Wilhem II el Grande * * *
El otro día, vino ante mí un muchacho, de estos que sueñan. Yo lo entiendo perfectamente, pues yo también fui soñador -y más ahora que estoy loco-. Sin embargo, no alcanzo a comprender qué es lo que le pasa a mi gente ahora, ¿no se dan cuenta que no te puedes comportar en Las Tierras de la Vigilia de la forma en que te comportas en Las Tierras del Sueño? Eso sí que es de locos.
Vino un tal Fritz, que peleó en la Gran Guerra, al igual que yo. Me superaba en edad y sabía que, aquí en el castillo, guardaba una copia del Libro de Babalon, que fue un obsequió de mi amigo, el inglés. Pero yo, que tengo uso de razón y estoy y no estoy loco, tengo una frente gigantesca, y es que mi capacidad craneal me ha hecho tener la condena de no poder olvidar nada. Pero no conozco el bien y el mal, y solo vivo el presente, ya que, cuando miro al pasado, lo hago con dolor, pero sabiendo siempre que es algo que debo hacer para aprender de mis errores y no caer en errores futuros. Y, ahora, no iba a dejarme arrastrar a este error fatal.
Dijo que había aparecido un austriaco que le devolvería la gloria a Alemania. El tipo deliraba, me habló de Thule, de Hiperborea, de mundos extintos y muertos que, por ende, solo puedes visitar soñando. Me habló de gentes y pueblos con los que yo convivo a diario en Las Tierras de Venus… pero, precisamente, con los que solo convivo cuando estoy soñando. Y es que despierto debo ser alguien despierto, no un noctámbulo. Su morbosidad me hizo sentir vergüenza de ser alemán, de saber que el futuro de mi gente, por la que yo peleé, dependía de estas gentes supersticiosas que solo prostituyen los ideales de Carlomagno. Me daba asco. Ahora me doy cuenta de que no fui yo quien traicionó a mi patria, al hacerme amigo de un inglés, sino que Alemania me traicionó a mí. Sentí rabia, mientras Fritz seguía babeando sobre mi mesa. Di un golpe con mi mano izquierda, me levanté con la rabia de un campesino de Múnich y desenfundé mi espada. En ese momento, estaba dispuesto a matar a ese infeliz, ¡lo estaba! Le dije de todo: le dije que era necio, que venía a mi castillo a rogarme el Misterio de la Vida, Muerte, Sueño y Amor, algo que me fue concedido mediante el dolor… ¡y él quiere que yo se lo entregue! No le puedo entregar mi sufrimiento y, por ende, no le puedo entregar El Libro de Babalon, pues en él está mi dolor, tanto como en las treinta monedas de Judas yace el dolor de Cristo. Lo había cogido de la barba, y puse el sable en su tráquea, lo iba a decapitar, lo iba a hacer, estaba decidido. Pero me contradije yo mismo, pues le espeté, escupiendo con la rabia de mi gente: “eres un necio, pues lo que buscas en esos textos esotéricos solo lo puedes encontrar con la fé”. Y, en ese momento, me quedé helado, viendo como él se moría de miedo... pero no iba a morir. Hoy no. Enfundé mi espada, galante. Recuperé mi semblante y le pedí que se fuera. Recordé que muchas veces la cruz fue usada como espada para arrebatar vidas, pero hoy no se repetiría tal afrenta, no porque yo diga que “es más honorable perdonar una vida”, pues jamás perdonaría a semejante imbécil, que vino a insultarme a mi casa, sino porque solo hay alguien que puede quitar la Vida y darla. Y ese alguien no soy, ni seré, yo. Pues solo soy hombre, no dios.