EL TESTAMENTO VON DER MAIER
POR RICARDO MEYER
* * *
Mientras vagábamos por el Dylath-Leen con
Aurora, el dolor a Elysia inundaba los recovecos de los canales de agua
cristalina, que a su vez se envolvía en los insondables misterios de
Boeg-Aur-Meej. Aurora sujetaba mi mano con la delicadeza de las damas criollas,
mientras de ella desprendía la lágrima, fruto de su consuelo, que sería
depositada como una ofrenda a los dioses de la penitencia en el Altar de
Boeg-Aur-Meej. Alguna vez tuve una Vida, más ahora el Sueño me había consumido
y en viscosas aureolas del humo de mi pipa podía vislumbrar todo en un paralelo
singular, pero poco tedioso, de lo que era el pasado, presente y futuro, como
una sola cosa, como lo veía ‘Umr-At-Tawil. Cuando el efecto del opio y las
mansas aguas de hachís desaparecen, vuelvo a ser quien dicen ser que soy.
Lo de Reichenbach no había sido sino un
presagio malfario, que vaticina algo que la Orden ha estado advirtiendo a las
gentes desde que llegamos al Nuevo Mundo, pero nuestras palabras habían caído
en bocas que solo sabían callar sin oír.
Vago por las calles de Nueva Baviera y,
por primera vez, siento como los pies se vuelven ligeros y puedo trascender,
pero cuando siento que me elevo a lo que ha sido la cúspide de mis
ensoñaciones, vuelvo a caer y el impacto es tan duro, que solo el opio puede
hacer que esta tetra siniestra de los dioses a la Caverna de Platón me
devolviera a mi preciada Aurora. Entonces decido excederme, pasar noches
enteras en la fumadera y es ahí cuando se me revela el destino de las gentes.
—¿Sientes como todo se ha vuelto realidad
amado mío? — me susurra Aurora con voz cálida, humedeciendo mi ser.
—Aurora, ¿qué es todo esto? — pregunté
anonadado mientras veía a mi alrededor —¿Dónde estamos?
—Estás en la visión de Reichenbach, mi
tesoro, en el Valle del Boeg-Aur-Meej, la ciudad de tus ensueños, ¿no era eso
lo que querías? — respondió con una sonrisa que me inspiraba todo menos
confianza.
Viendo a mi alrededor, me encontraba
tendido en lo que parecía ser un bosque que fue purgado hace evos por los
pecados de las gentes de Samaria y veía como la ralea de mosquitos se paseaban
en lo que alguna vez habían sido las aguas cristalinas de mi niñez. Este no era
mi sueño. Al ver el rostro de Aurora, notaba que no era ella misma, sino algo
diferente, algo marchito y deteriorado.
—Déjame ser tu guía como tantas veces lo
fui en el Nuevo Mundo, pero ahora en este nuevo mundo —
sentenció mientras me miraba coqueta, con una mirada
impregnada de esa Muerte que tanto he anhelado.
La tomé de la mano y ella comenzó a
guiarme, mientras cantaba la canción de cuna de mis primeros días y albores,
mientras recorríamos el Valle Muerto de Boeg-Aur-Meej, cuya esencia podía
percibir cada vez más cerca. Finalmente, llegamos a un lago de agua cristalina,
completamente limpia y pura y Aurora comenzó a desprenderse de sus ropas,
dejando al desnudo su belleza. Con un gesto insinuante me invita a hacer lo
mismo, a lo que yo accedí seducido por sus encantos de Pitonisa, como tantas
veces lo había hecho, y juntos, decidimos darnos un baño en el Pozo de mis
Vanidades.
—¡Mira, amor!, ¡mira! — exclamaba mientras
chapoteaba agua a mi rostro, ahora pálido — ¡mira la realidad!
En ese momento, pude ver el mundo caer en
cada gota de agua que era chapoteada, pude ver a las personas que quise, que
amé y que odié, y vi como todas ellas eran irrelevantes a los ojos de aquel
que no debe ser nombrado. Vi los últimos años de nuestra especie, pero más
me dolió ver mi cadáver sonriente, yaciendo muerto en algún Valle de los tantos
que hay en los santuarios de Pan, aquellos que no habían sido profanados por
los seres inferiores. Pude ver como naciones enteras sucumbían ante la
verdadera realidad de este mundo, que nunca volverían a ver a quien ya partió y
que la peste de Samaria los había cegado por más de dos mil años. Los cimientos
de la civilización se resquebrajaban en el nombre de los Grandes Antiguos y la
esperanza se había vuelto lo más cercano a la fe, puesto todos los credos
habían sido falsos.
—¿Qué hora es? — pregunté a Aurora, que
flotaba en el agua con una belleza singular, mas no obtuve respuesta.
Poco a poco su cuerpo se fue deteriorando
y el agua del pozo comenzó a teñirse del negro color de mi alma, aunque era
corroído por mis Vanidades. Con Aurora completamente desecha en el agua, decidí
ponerme mis ropas y emprender el camino. Ya estaba muerto y no podría volver a
quienes alguna vez amé, así como ellos nunca podrán verme a mí. Tantos años
desperdiciados estudiando teosofía y las ciencias ocultas cuando la Verdad era
más visceral y es que, Toda Verdad, en el fondo, es una Mentira. Mientras caminaba
por el Valle de Boeg-Aur-Meej, lamenté irme del mundo amargo que conocí, aquel
mundo donde intenté cantar los fragmentos de mi memoria en versos que nunca
fueron recitados por aquel niño que siempre fui. Mientras mi alma toda se
resquebrajaba al unísono del crujir triste de las hojas muertas del Valle, el
deseo de luz se hizo tan grande y cuando llegué a El Fin del Camino, por fin,
se me concedió la paz y la transición y en ese momento comprendí que La Llave y
la Puerta me había aceptado, que todo había sido un sueño, pero un sueño del
que no podré despertar jamás, un sueño que se me ha permitido contar a las
plebes, para que entiendan la Verdad del Sueño, la Muerte y la Vida. Cuando
‘Umr-At-Tawil me envolvió en sus fauces, no podía pronunciar palabra alguna, y
por más que intentara resistirme me estaba volviendo Uno con el Todo, y esa era
la única verdad verdadera. Se me concedió una visión final de mi Nueva Baviera,
aquella a la que mis padres habían llegado con esperanzas de cultivar la tierra
y para cosechar algo hermoso, pero que había sido corrompido por La Estrella de
Plata. Una lágrima resbaló por mi mejilla y esa fue la que aceitó las clavijas
de mi féretro, cargado ahora por los hijos de nadie y perdido en algún lugar
donde mi alma se encontrará vagando, vagando por siempre y para siempre
porque no hay fin en los Tiempos, sin haber podido cumplir la misión de
Aquel Anciano que me concedió la Muerte y Descanso en las profundidades de mis
albores, donde renacería eternamente, en un Uróboros descarnado como lo era la
Vida y el demonio mismo, aquel al que había entregado mi alma, aquel que había
sido el paño de lágrimas para mi madre y muchas mujeres que pasaron por acá,
desvaneciendo ahora, sin nombre, para siempre.