EL NIÑO
POR RICARDO MEYER
* * *
El infante reposaba en un letargo apacible y sereno, pero dentro de su pecho ardía una ira oculta. Antes de sumergirse en lo que él mismo consideraba su Sueño, lágrimas desbordaron sus ojos, lágrimas de tristeza por el anhelo constante de tener una identidad que, al alcanzarla, le fue arrebatada de manera despiadada. Culminó su lamento culpando al Cristo que pendía majestuoso y miserable en su mural. Le expresó que, a pesar de todo, no renegaría de él, pero le pesaba la manera en que debía comparar su sufrimiento con los padecimientos que el Nazareno soportó en el Gólgota. ¿Con qué medida se puede evaluar el sufrimiento del alma? ¿Es posible comparar la pena de un corazón roto con la de un corazón atravesado por una lanza?
Al final del día, el infante comprendía que Cristo había muerto siendo Jesús de Nazareth, un humilde carpintero de treinta y tres años, tan humano como todos, y solo la Muerte Violenta lo erigió como el Cristo. Antes de sumirse en el Sueño, hizo mención de los tres: Cristo como Vida, Hypnos como Sueño y Tánatos como Muerte. Sin embargo, se percató de que los hermanos, de alguna manera, se sometían a las reglas del Cristo, la personificación de la Vida que trascendía los límites de lo onírico y lo real. Esto le causó dolor, ya que sentía que incluso los dioses debían inclinarse ante la Voluntad del Nazareno. ¿Acaso los gemelos Hypnos y Tánatos no eran libres de proseguir su empresa sin que él, tras recibir el beso de las Keres, interfiriera? ¿Debía Oniros tolerar que la Vida se entrometiera en los Sueños? El niño cayó en un sueño agitado, presa de un odio que jamás deseó experimentar, un tormento que lo atormentó y lo consagró.
En la penumbra impenetrable, vislumbró a su hermana, durmiendo como un perro callejero junto a su cama. Le dirigió una mirada triste y le preguntó por qué no descansaba adecuadamente. Con tristeza y furia, ella le respondió: "Porque tú has ocupado la cama de madre y padre, así como la mía, y te la has reservado para ti".
Su hermana se volteó, y aunque el niño intentó que volviera a hablar, ella nunca más le dirigió la palabra. Regresó al sueño, encontrándose perdido en las calles de una ciudad. Dos hombres, inmersos en una discusión, lo miraron y le preguntaron: "¿Qué eres tú?"
El niño no comprendía la razón de su disputa, pero entendía que debía responder de manera que no provocara la ira de ninguno. Si decía "católico", uno se enfadaría y lo asesinaría; si decía "cristiano", el otro lo castigaría aún peor. Huyó desesperado mientras los dos hombres, ahora envueltos en sombras, lo perseguían con ferocidad, como almas descarnadas de la noche con fauces insaciables.
De nuevo en la oscuridad, a su lado se erguía un hombre corpulento, de cabello largo y barba descuidada, totalmente desnudo. El niño se estremeció, pero pronto normalizó la escena y continuó durmiendo. Al despertar, solo divisó un cielo gris del cual caían gotas de lluvia. El agua azotaba su rostro y su cuerpo adolorido, pero incluso sin el golpeteo de la lluvia, experimentaba un dolor abrumador. Con gran esfuerzo, intentó mirar hacia abajo y descubrió que se encontraba en la cima de un trozo de madera, con sus pies atravesados por clavos gigantescos. No tenía fuerzas para hablar, y aunque lo intentara, las multitudes, incluso su madre, le gritaban: "¡IMPOSTOR!"